V Domingo de Cuaresma, Ciclo

Jn 11, 1-45: Resurrección de Lázaro

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

En aquel tiempo, se encontraba enfermo Lázaro, en Betania, el pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que una vez ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera. El enfermo era su hermano Lázaro. Por eso las dos hermanas le mandaron decir a Jesús: “Señor, el amigo a quien tanto quieres está enfermo”. Al oír esto, Jesús dijo: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.

Cuando llegó Jesús, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania quedaba cerca de Jerusalén, como a unos dos kilómetros y medio, y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para consolarlas por la muerte de su hermano. Apenas oyó Marta que Jesús llegaba, salió a su encuentro; pero María se quedó en casa. Le dijo Marta a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora estoy segura de que Dios te concederá cuanto le pidas”.

Jesús le dijo: ”Tu hermano resucitará”. Marta respondió: “Ya sé que resucitará en la resurrección del último día”. Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?” Ella le contestó: “Sí, Señor. Creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”.

Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo, se echó a sus pies y le dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Jesús, al verla llorar y al ver llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió hasta lo más hondo y preguntó: “¿Dónde lo han puesto?” Le contestaron: “Ven, Señor, y lo verás”. Jesús se puso a llorar y los judíos comentaban: “De veras ¡cuánto lo amaba!” Algunos decían: “¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego de nacimiento, hacer que Lázaro no muriera?”…

Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo ya sabía que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho a causa de esta muchedumbre que me rodea, para que crean que tú me has enviado”.

Luego gritó con voz potente: “¡Lázaro, sal de ahí!” Y salió el muerto, atado con vendas las manos y los pies, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: “Desátenlo, para que pueda andar”. Muchos de los judíos que habían ido a casa de Marta y María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él (Jn 11, 1-45). ¡Palabra del Señor! ¡Gloria a ti, Señor Jesús!

 

Comentario

Cada día nos acercamos más a la fiesta central de todo el año: la Pascua, el misterio de la muerte y resurrección del Señor. Por nuestro bautismo, se nos concede la gracia de participar de ese misterio, pues el Espíritu Santo nos hace pasar de la muerte a la vida.

El bautismo, pues, es una muerte al pecado y una resurrección a la vida nueva en Cristo. La resurrección de Lázaro es una señal que anticipa lo que Jesús puede hacer en nosotros; por ello, la Iglesia nos ofrece en este domingo un pasaje del Evangelio que nos anima a ya no permanecer en la muerte del pecado, sino gozar de la vida en Cristo.

Dice el Evangelio que Lázaro salió del sepulcro “atados con vendas las manos y los pies”, y Jesús ordenó: “Desátenlo, para que pueda andar”. Hoy también muchas personas están atadas por la injusticia, por la explotación, por la falta de apoyos para salir de su miseria.

El analfabetismo no deja salir de la marginación a miles de personas, sobre todo mujeres. La peor atadura es el pecado. Como la envidia, la soberbia, la mentira, la corrupción, el desenfreno sexual, la pereza, la gula. Muchos se sienten atados por el alcoholismo, la drogadicción, la homosexualidad, aunque no faltan quienes presuman de ellos. Como el difunto Lázaro, huelen mal.

La afirmación más clara de Jesús en este Evangelio es: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. En efecto, desde nuestro bautismo, Jesucristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado y nos ha compartido su propia vida. Acerquémonos a Jesucristo, y seremos libres. Creamos firmemente en El, y veremos cómo cambia nuestra vida. Dejémonos tocar por El, y romperemos nuestras esclavitudes.

Confiados en El, no tendremos miedo ni a la muerte. Apoyados en El, caminaremos con la frente en alto, con la cara descubierta. Vivamos conforme a su Evangelio, ya no en forma desordenada y egoísta, y tendremos paz en el alma y en la familia.

Hagamos una buena confesión, y veremos que se nos quita de encima una pesada losa. Pidamos perdón a Dios por nuestros pecados, y ya no despediremos el mal olor de la maldad a nuestro alrededor; es decir, ya no seremos causa del mal entre aquellos con quienes convivimos. Vayamos a las plantas de Jesús en la Eucaristía, y experimentaremos una gozosa liberación.

Ayudemos a liberar a tantos que están encadenados por el vicio y por la pobreza. Luchemos, en forma pacífica, por una transformación social, política y económica, que respete los derechos de los migrantes, campesinos e indígenas.

Promovamos la salud de los pobres y la dignidad de las mujeres. Liberemos la política de la corrupción y de los enfrentamientos. Esta es la liberación que nos pide el Evangelio. Esto es resucitar muertos, quitarles las vendas y desatarlos para que puedan caminar.