II Domingo de Pascua, Ciclo A

Jn 20, 19-31: Señor mio y Dios mio

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.

Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.

Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”. Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron éstas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre (Jn 20, 19-31).

¡Palabra del Señor!

¡Gloria ti, Señor Jesús!

 

Comentario

Durante esta semana, como si fuera un solo día, hemos celebrado la fiesta más importante de todo el año. Es de tal trascendencia la resurrección de Jesús, calificada por algunos como el baluarte del cristianismo, que su celebración perdura hasta el domingo de Pentecostés. Son cincuenta días de fiesta, de júbilo, por el triunfo glorioso de Jesús. Su victoria es también nuestra, que podemos disfrutar por la fe. El vive entre nosotros, sobre todo en la Eucaristía.

Dice el Evangelio que los discípulos de Jesús tenían cerradas las puertas de la casa donde se hallaban, por miedo a los judíos. Es lo mismo que les pasa a muchos que se consideran seguidores de Jesús. Encierran su fe en lo más profundo de su conciencia y no la manifiestan, por miedo a las burlas y objeciones de los demás. Como que da más prestigio presumir de enemigos de la fe católica, que de defensores. Se venden más libros que atacan a la Iglesia, aunque sean novelas con datos inventados o tergiversados, que el Catecismo, en que se exponen autorizadamente la doctrina y las normas el Evangelio, aplicadas a nuestro tiempo. Da más prestigio atacar a la religión, que salir en su defensa. Por ello, son pocos los creyentes que dan la cara y proclaman su fe abierta y valientemente.

Muchos católicos pasan por las mismas dudas del apóstol Tomás: quieren pruebas físicas, tangibles, de que Dios existe y de que les escucha; exigen milagros para creer. Algunos son completamente ignorantes de su fe, pues casi no conocen la Biblia. Por eso, cuando alguien les objeta, por ejemplo, sobre el culto que los católicos damos a las imágenes, no saben cómo responder con la misma Biblia. Esta prohíbe su adoración como si fueran dioses, es cierto, pero no su veneración, pues Dios mismo ordenó a Moisés hacerlas y presentarlas para liberarse de morir (cf Ex 25, 18; Núm 21,9). Como no están instruidos en su catolicismo, empiezan por dudar y luego cambian de religión.

Jesús dice a Tomás: “Dichosos los que creen sin haber visto”. Esta palabra de Jesús es para nosotros, que no tuvimos la oportunidad de tocar físicamente a Jesús resucitado. La fe es la seguridad de que en verdad El vive y actúa hoy entre nosotros. Está presente cuando escuchamos la proclamación de su Palabra en las celebraciones litúrgicas, aunque la lea cualquier persona. Está presente en la persona del ministro que preside, a pesar de sus limitaciones humanas. Está presente en los siete sacramentos. Está presente en la asamblea litúrgica, pues donde se reúnen dos o más, El ha prometido estar allí. En particular, está vivo y verdadero en la Eucaristía, con su cuerpo y su sangre, con su alma y su divinidad, con su humanidad y con su divinidad.

Nuestra dicha es la fe que se nos ha regalado desde el bautismo. La certeza de que Dios existe nos hace vivir alegres, incluso en medio de los problemas, de las enfermedades, las persecuciones y los fracasos. Estamos seguros de que, si nos mantenemos firmes en esta fe, desde esta vida, y sobre todo en la otra, participaremos de su manifestación gloriosa. Con Cristo resucitado, venceremos. Con esta fe, saldremos adelante.

Tomás se postra ante Jesús y hace una de las más bellas y sencillas profesiones de fe: ¡”Señor mío y Dios mío”! Así habría que postrarnos ante Jesús, para decirle, desde lo más profundo de nuestro ser, que creemos en El, que estamos seguros de que está vivo y nos escucha; que, con El, podemos resucitar, del pecado y de la muerte. Pero hay que dejarse tocar por El. En la consagración eucarística, durante la Misa, cuando el sacerdote presenta el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es común que los fieles repitan la expresión de Tomás: “Señor mío y Dios mío”. En ese momento, es conveniente ponerse de rodillas, en señal de adoración. Se inciensa profusamente el Santísimo y se encienden velas adicionales. El mismo sacerdote se postra en adoración. Al final, dice: Este es el sacramento de nuestra fe. Para que tratemos de ver con los ojos de la fe, lo que creemos.