Solemnidad de la Ascensión del Señor, Ciclo A

Mt. 28, 19-20: Domingo de la Ascensión

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio:  

 

"En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban.

Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt. 28, 19-20).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria ti, Señor Jesús!

Comentario:

 

A los cuarenta días de la resurrección del Señor Jesús, hoy celebramos su gloriosa Ascensión a los cielos. Fue enviado por el Padre y ahora vuelve a El. Nuestra fe afirma que Cristo subió al cielo; pero esto no significa que sobrepasó las nubes y se quedó en alguna parte superior del espacio. Así lo pensaba el primer astronauta ruso, quien dijo que fue al cielo y no encontró a Dios, con lo cual demostró su total ignorancia religiosa. Ascender al cielo es entrar en su gloria eterna.

Y que nosotros podamos también ir al cielo, implica vivir en un estado perfecto, en que ya no habrá dolor, llanto, enfermedad, muerte, penas, sufrimientos, pecado o maldad, sino dicha y felicidad sin fin, gozo total y definitivo, perfección y plenitud, realización máxima de nuestros sueños y capacidades. Nada nos faltará para ser plenamente felices. ¡Eso es el cielo! Presencia de todos los bienes y ausencia de todos los males.

Sin embargo, los cristianos, porque esperamos el cielo, hemos sido muchas veces mal comprendidos por quienes carecen de fe y de esperanza. Se burlan de nosotros, pues nos consideran unos ingenuos, que viven de ilusiones vagas y sin fundamento. Incluso nos acusan de que, por pensar en el más allá, nos olvidamos de mejorar el más acá, es decir, nuestro mundo actual. Los marxistas nos achacaron que, por esperar el cielo, hacemos a un lado nuestra responsabilidad de transformar este mundo, para que sea más fusto y fraterno.

Ciertamente hay peligro de que algunos así vivan su fe. A los mismos apóstoles, en el día de la Ascensión, les dijeron: "¿Qué hacen allí parados, mirando al cielo?" (Hech 1,11). Como quien dice: Hay mucho qué hacer. No se queden contemplando. Hay que evangelizar, bautizar y enseñar a cumplir los mandatos del Señor, como lo ordenó: "Vayan y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado".

Los creyentes tenemos obligación de luchar por que nuestro mundo viva conforme a cuanto Jesús nos ha mandado, denunciando lo que sea contrario a su voluntad y adelantando el cielo que esperamos. Debemos demostrar que, si ponemos en práctica los mandatos del Señor, empezamos a vivir felices desde este mundo, aunque conscientes de que la dicha total será sólo cuando lleguemos al cielo. Y el principal mandato que hemos recibido es amar a Dios y al prójimo. Tan prioritario es esto, que si alguien nada hace por los pobres y los marginados, no tiene ninguna esperanza de entrar al cielo (cf Mt 25,31-46).

“Reconocemos el don de la vitalidad de la Iglesia que peregrina en América Latina y El Caribe, su opción por los pobres, sus parroquias, sus comunidades, sus asociaciones, sus movimientos eclesiales, nuevas comunidades y sus múltiples servicios sociales y educativos. Alabamos al Señor porque ha hecho de este Continente un espacio de comunión y comunicación de pueblos y culturas indígenas. También agradecemos el protagonismo que van adquiriendo sectores que fueron desplazados: mujeres, indígenas, afroamericanas, campesinos y habitantes de áreas marginales de las grandes ciudades”. (DA 128).

Estamos llamados a ir al cielo y hemos de luchar por conseguirlo. Pero hay que empezar por desearlo y por creer que existe, como dice San Pablo: "Pido al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, que les conceda espíritu de sabiduría y de reflexión para conocerlo.

Le pido que les ilumine la mente para que comprendan cuál es la esperanza que les da su llamamiento, cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en él, por la eficacia de su fuerza poderosa" (Ef 1, 17-19).

Deseamos ir al cielo y anhelamos esa dicha para todos. Pero para llegar a él, hay que empezar a construirlo desde aquí en la tierra, en la medida de lo posible. Por tanto, en los hogares, los esposos y los hijos han de procurar que no haya más infiernos por los golpes, insultos, infidelidades, egoísmos y orgullos.

Que en la vida social, política y económica, todos luchemos por que salgan del infierno en que se encuentran muchísimos campesinos, obreros, indígenas, enfermos, desempleados, endeudados, marginados, desahuciados.

Que les hagamos disfrutar algo de cielo, compartiendo con ellos lo poco o mucho que tengamos. Que los pobres no vivan más como en un infierno, del cual parece que no pueden liberarse. Que se reconozcan los justos derechos de los indígenas y se les ayude a salir de su postración, para que ellos mismos sean constructores de su propia felicidad. El cielo es para todos y nadie lo puede acaparar para sí mismo. Esta es la exigencia de nuestra fe, que no nos enajena, sino que nos compromete.