XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mt 16, 21-27: Las paradojas de Dios

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio:   


En aquel tiempo, comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.

Pedro se lo llevó aparte y trató de disuadirlo, diciéndole: “No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder a ti”. Pero Jesús se volvió a Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres!”

Luego Jesús dijo a sus discípulos: “E1 que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?

Porque el Hijo del hombre ha de venir rodeado de la gloria de su Padre, en compañía de sus ángeles, y entonces le dará a cada uno lo que merecen sus obras” (Mt 16, 21-27). ¡Palabra del Señor! ¡Gloria ti, Señor Jesús!

Comentario:

Paradoja, es una expresión literaria que reúne al parecer elementos irreconciliables. Jesucristo las expresa hoy en su Evangelio. En el Evangelio del domingo pasado, Jesús alabó la fe de Pedro, porque había hablado conforme a la revelación de Dios Padre.

Ahora, en cambio, lo recrimina y le pide que se aleje de El, porque su modo de pensar no coincide con el de Dios, sino con el de los hombres. ¿En qué se diferencian uno y otro? Nosotros, ¿nos dejamos guiar por la voluntad de Dios, o por los criterios que prevalecen en este mundo?

Dice Jesús a Pedro: “Tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”. Esto quiere decir que hay dos formas de pensar, de juzgar e interpretar la vida y los acontecimientos; dos modos de orientar la existencia y de tomar decisiones; dos criterios para aconsejar y educar: el que está moldeado por Dios y el que refleja lo que piensa y hace la mayoría de las personas que no tienen en cuenta a Dios.

La publicidad de los medios informativos nos trata de convencer, por todas las formas posibles, de que una persona vale por lo que tiene, por lo que compra, por lo que se pone, por lo que disfruta, por lo que bebe y fuma. Las telenovelas y las series resaltan a quien tiene más aventuras amorosas y comete más infidelidades conyugales; presentan como héroe a quien golpea y domina, a quien más grita.

No tienen recato en difundir escenas eróticas, que suscitan en el público, sobre todo en niños, adolescentes y jóvenes, deseos de imitar lo que se ve en las pantallas. Después se espantan de tantos crímenes pasionales y embarazos prematuros… Esas son las paradojas del mundo; afirma que se es feliz, siendo desgraciado.

San Pedro, contagiado por el modo de pensar de los hombres, pretende disuadir a Jesús, para que no se exponga a la cruz. A pesar de que, momentos antes, recibe un elogio muy alto del mismo Jesús, ahora es fuertemente recriminado: “¡Apártate de mí, Satanás!” ¿Qué habrá sentido Pedro? No entendía a Jesús, aunque deseaba sinceramente su bien. Jesús le advierte que ese modo de pensar no corresponde al de Dios.

Con el tiempo, Pedro comprenderá que la cruz es el camino necesario para lograr vida, y él mismo la padecerá. Jesús es muy claro, cuando plantea las condiciones para ser sus discípulos: “E1 que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga”. Renunciar a uno mismo es no darse gusto en todo; es perdonar, cuando tenemos deseos de venganza; es tratar bien a quien nos ofende y perjudica.

Lo que Jesús dice parece contradictorio y absurdo. Es una paradoja que contiene la más profunda verdad: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará”.

Perder la vida por Jesús no es sólo morir por su causa, a ejemplo de tantos mártires, sino también ir desgastando la propia existencia en el servicio diario y callado a los demás, empezando por la propia familia. Perder la vida es hacer a un lado los justos derechos que nos asisten, cuando está de por medio el bien de otros, como el de los hijos.

Es tolerar y perdonar, cuando quizá haya razón para una separación matrimonial, sin perder la esperanza de que el cónyuge cambie. Es renunciar al matrimonio, para dedicarse a servir a los propios padres, a una causa noble, al sacerdocio o a la vida consagrada y misionera.

Es no poner como primer objetivo el dinero y los bienes materiales, sino el hacerse útil para los demás. En verdad, entonces es cuando la vida tiene sentido, cuando la vida es vida. Cuando nos desgastamos para que otros vivan mejor, nuestra propia existencia adquiere sentido, fecundidad, plenitud. Esto es encontrar la vida.

Jesús insiste: ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla? En la misma línea dice San Pablo: “No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva forma de pensar los transforme internamente, para que sepan discernir cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom 12,2).
Hay que saber caminar por los caminos torcidos de Dios.