Fiesta. Sagrada Familia de Jesús, María y José

Lc 2, 22-52

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio:   


Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:

"Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel… Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él. (Lc 2, 22-52).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

Comentario

Dentro de las celebraciones propias de Navidad, hoy se nos presenta el misterio de la Sagrada Familia, formada por Jesús, María y José; con esto, se resalta la importancia que tiene la institución familiar en el plan de Dios. Dios pudo habemos salvado de otra manera. Por ejemplo, podría haber aparecido en la tierra siendo ya joven o adulto, sin necesidad de padres y sin patria. Sin embargo, para enseñamos cuál es el proyecto original de Dios para la humanidad, quiso nacer, crecer y vivir en un hogar.

Esto significa que, para Dios, lo más importante es la familia. Basta advertir que, de los 33 años que Jesús vivió, 30 los pasó en Nazaret, donde “iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él”, sujeto a María y a José, a pesar de ser el mismo Dios. Esto indica que El viene a restaurar el plan de Dios manifestado desde el paraíso terrenal, que incluye el matrimonio y la vida familiar.

Dios no nos hizo para la soledad, el aislamiento y el egoísmo, sino para ser un reflejo del amor trinitario. El Dios en quien creemos no es solitario, sino trinitario: tres personas distintas y unidas por el amor que los hace ser un solo Dios y no tres dioses. Así ha de ser la vida en familia, donde esposos e hijos son diferentes, pero han de estar unidos por el amor.

Hoy comprobamos cómo las familias se descomponen más y más. El desastre moral del adulterio y del divorcio destruye los hogares. Con eso de que los medios informativos, en particular la televisión, presentan casi como "normal" la infidelidad, pareciera que los matrimonios que permanecen firmes y estables, fueran los "raros". Las telenovelas y las historias de muchos "artistas", que cambian tan fácilmente de pareja, influyen negativamente en las mentes poco formadas de mucha gente.

Hay personas, organizaciones y partidos que promueven cambios legislativos para que en México se aprueben civilmente las uniones de homosexuales, y que éstos puedan adoptar niños, como lo están haciendo sociedades europeas decadentes.

No aprenden de las consecuencias morales que están sufriendo esos países, a pesar de su desarrollo material. Quieren despeñar al país por una pendiente de libertinaje, con el pretexto de respetar la libertad de cada quien en su opción de "género", como si Dios no hubiera hecho más que dos.

Otro enemigo de la familia es el empeño por reducir drásticamente el número de hijos, como si la felicidad dependiera de que sean uno o dos, dizque "para darles lo mejor". Las sociedades económica y materialmente más desarrolladas, no son más felices por el hecho de que tienen muy pocos hijos, a quien dan todo y de sobra.

Allá también hay violencia, asesinatos sin sentido y cada día más suicidios. La felicidad no depende de la abundancia de bienes materiales, sino de amar y de ser amado, en un hogar bien integrado, donde hay un buen trato entre padres, hijos y hermanos, comunicación y ayuda mutua.

Muchos de nosotros procedemos de familias numerosas y hemos experimentado la felicidad que significa tener hermanos y hermanas con quienes gozar las fiestas y sobrellevar las penas. Una felicidad compartida, se hace más grande; una pena compartida, se hace más pequeña, porque la llevamos entre varios. Hay quienes acusan a la Iglesia Católica de ser natalista a ultranza, de ser inhumana al no permitir el uso de anticonceptivos.

Nuestros enemigos desconocen los documentos del Magisterio Eclesiástico, que dice claramente que se deben procrear sólo los hijos que se puedan educar, según las circunstancias de cada pareja.

Por tanto, así como puede ser una irresponsabilidad tener muchos hijos, también lo es tener pocos, cuando los padres tienen capacidad de educar más. La Iglesia no afirma que se tengan todos los hijos posibles, sino sólo aquellos que se puedan educar plenamente.

Es cierto que tienen derecho a ser respetados como personas y que nadie les puede obligar a vivir como Dios manda; pero no deben presentar como normal lo que es anormal; es decir, lo que se hace sin tener en cuenta la norma. Y la única norma segura es la Palabra de Dios, que nos presenta cómo debe ser la vida en familia. ¿A qué familia queremos que se parezca la nuestra? ¡Ojalá nuestro ejemplo sea la Sagrada Familia de Jesús, María y José!