I Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Mc 1,12-15: El Camino de Cuaresma

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio:   

En aquel tiempo, el Espíritu impulsó a Jesús a retirarse al desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivió allí entre animales salvajes, y los ángeles le servían.

Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el Evangelio de Dios y decía: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Arrepiéntanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,12-15).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a Ti, Señor Jesús!

Comentario:

Durante cuarenta días, la Iglesia nos invita a prepararnos a la celebración central de todo el año litúrgico: la Resurrección de Cristo. Es el misterio más definitivo, pues si El no hubiera resucitado, no nos habría salvado, no sería Dios.

Por ello, los primeros cristianos se reunían precisamente en el día en que aconteció la resurrección: el llamado “primer día de la semana” (Mt 28,1), que con el tiempo adquirió el nombre de “Día del Señor” (Apoc 1,10). En latín, es “Dies dominica”; en castellano, “Domingo”. La mejor forma de vivir la Cuaresma es atender a lo que dice Jesús: “Arrepiéntanse y crean en el Evangelio”.

Las dos primeras lecturas bíblicas de la Misa de hoy nos invitan a vivir la Cuaresma renovando nuestro bautismo, que nos salvó del pecado, como el diluvio purificó a la humanidad. En la Vigilia Pascual, lo renovaremos solemnemente. Sin embargo, para muchas personas, tanto su bautismo como la Cuaresma pasan casi desapercibidos.

La Cuaresma, si es que algo les dice, les suena sólo a no comer carne en los viernes y cambiarla por pescado, pero sin ningún esfuerzo por vivir la vida nueva que recibieron en su bautismo, sin compartir a los pobres la carne de la que se abstienen.

Comer pescado o mariscos en vez de carne, sin arrepentirse de los pecados y sin hacerse solidarios con los pobres, no sirve para nada, en el orden de la gracia cuaresmal.

Un buen número de creyentes no viven con coherencia la fe que recibieron en el bautismo, en que se concede la dicha de ser hijos de Dios Padre y, por ello, de ser hermanos unos de otros. No siempre practicamos esta doble dimensión de la fe. El bautismo nos hace hijos de Dios Padre.

Muchos, sin embargo, no han descubierto la belleza de la oración, la serenidad que recibimos al estar un buen rato en comunicación silenciosa y personal con el Señor, la fortaleza con que nos levantamos después de haber estado en su presencia. Jesús dedicaba muchas horas a estar a solas con su Padre, y eso lo sostuvo ante el drama de la cruz. Para iniciar su misión, se fue al desierto durante cuarenta días, sólo para orar y ayunar.

El bautismo nos hace hermanos unos de otros. Pero no siempre reflejamos esto en la práctica. Por ejemplo, persiste en algunas personas un racismo totalmente inhumano y anticristiano. A algunos los invade un egoísmo tal, que son incapaces de abrir sus manos a los hermanos que sufren.

Lo único que les importa es su ganancia, su propio interés, su comodidad. Tienen el corazón endurecido y nada les conmueve. Esto nos cuestiona seriamente, pues es una prueba clara de que la evangelización no ha calado hondo en muchas familias y en la vida social. Lo más grave es que algunos siguen pensando que la religión es sólo para la intimidad de su conciencia y de su hogar.

El bautismo nos reviste de la vida nueva en Cristo; pero las costumbres de este mundo pecaminoso nos revisten de muchos criterios y comportamientos muy lejanos de lo que Cristo nos ha venido a enseñar. Un ejemplo sencillo, pero muy difundido, es el consumismo, que consiste en comprar y consumir sin verdadera necesidad, sino sólo por la propaganda comercial que nos impulsa con el atractivo de tener, comer, beber y disfrutar, aunque sean cosas superficiales o inútiles.

La narración que hace San Marcos de la cuaresma de Jesús es muy breve, pero tiene los elementos esenciales: El Espíritu impulsa a Jesús. Con este impulso, se retira al desierto, donde sólo hay animales salvajes. Permanece allí cuarenta días, sin comer. Experimenta la tentación de Satanás.

De allí, parte para iniciar su misión. Empieza predicando la necesidad de la penitencia y de la fe, para entrar al Reino de Dios. La conversión, que es el cambio de vida, y la creencia en el Evangelio, son los dos requisitos que Jesús pone para entrar al Reino de Dios. Si alguien no corrige sus faltas, ni se conduce por la Palabra de Dios, está impulsado por Satanás, no es libre, no vive su bautismo, no disfrutará la Pascua.