Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, Ciclo B.

Jn 12, 20-33: Encontrar a Cristo y dalo a conocer

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio:    


Entre los que habían llegado a Jerusalén para adorar a Dios en la fiesta de Pascua, había algunos griegos, los cuales se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús y él respondió: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado.

Yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna.

El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también esté mi servidor. El que me sirve será honrado por mi Padre. Ahora que tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: ‘Padre, líbrame de esta hora’? No, pues precisamente para esta hora he venido. Padre, dale gloria a tu nombre”. Se oyó entonces una voz que decía: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”.


De entre los que estaban ahí presentes y oyeron aquella voz, unos decían que había sido un trueno; otros, que le había hablado un ángel. Pero Jesús les dijo: “Esa voz no ha venido por mí, sino por ustedes. Está llegando el juicio de este mundo; ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo. Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacía mí”. Dijo esto, indicando de qué manera habría de morir (Jn 12, 20-33).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

 

Comentario

Nos vamos acercando a la Pascua. Dentro de ocho días, será Domingo de Ramos; dentro de quince, celebraremos la Resurrección del Señor Jesús, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre (cfr Hebr 13,8).

El Evangelio de hoy nos dice que unos griegos, que tenían interés por ver a Jesús, se acercaron al apóstol Felipe para expresarle su deseo. Felipe, junto con Andrés, los llevó ante Jesús.

Esta escena, para mí que llevo el nombre de aquel apóstol, me impulsa a considerar mi vocación como la de un puente, que sirve para que toda clase de personas, incluso los no creyentes, lleguen ante Jesús, lo conozcan, lo amen y lo sigan. Jesús es el salvador de todas las etnias y culturas.

Los apóstoles fueron encargados por Jesús para que continuaran su obra. Los obispos somos sucesores de los apóstoles. Por tanto, los obispos, de todos los tiempos y junto con nuestros sacerdotes, debemos continuar cuanto Jesús hizo y ordenó hacer. Nosotros no somos dueños de la Iglesia, ni debemos hacer girar a los creyentes en torno nuestro.

Tampoco podemos hacer las diócesis a nuestra imagen y semejanza. A ejemplo del apóstol Felipe, debemos procurar que nuestro pueblo se acerque a Jesucristo, lo busque y se encuentre con El. Nosotros no somos el centro, sino un puente para llegar a Jesús.

Como Juan Bautista, tenemos la tarea de presentar ante los demás a Jesús, para que él crezca en los fieles, sin pretender ocupar su lugar. Los obispos y sacerdotes no somos los redentores, sino quienes acercan a todos al Redentor. A nosotros nos toca dar la vida como el grano que muere en el surco.

Así como unos griegos querían encontrarse con Jesús, y para eso acudieron a Felipe, hoy también muchas personas se quieren encontrar con El, y para ello acuden a sacerdotes, obispos, religiosas y misioneros.

Este encuentro con Jesucristo se hace posible en la oración, en la escucha de la Palabra de Dios, en las celebraciones litúrgicas y en el servicio amoroso a los pobres. Estos son los lugares privilegiados donde nuestro pueblo puede abrevar para apagar su sed de Dios. Y estas son las cuatro tareas esenciales de nuestro ministerio episcopal y presbiteral.

Advirtamos, sin embargo, que Jesús no ofrece a sus seguidores placeres y una vida cómoda y fácil. Todo lo contrario. Nos dice explícitamente que, si lo queremos seguir, hemos de hacer morir y sepultar muchas cosas, como costumbres, actitudes y criterios contrarios a su Evangelio.

Nos pone el ejemplo del grano de trigo. Si se le pone en una charola de plata, queda infecundo, no alimenta, no da vida; si se siembra y muere en la tierra, producirá mucho fruto.

Y para que no queden dudas de lo que quiere decir, Jesús afirma claramente: El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna. Es decir, quien busca sólo su comodidad, su placer, su poder, su interés y conveniencia, se arruina y no sirve para nada.

En cambio, quien se sacrifica a sí mismo, quien hace a un lado hasta sus derechos por hacer el bien a otros, quien renuncia a sus gustos y deseos por ayudar a quien lo necesita, ése tiene vida en plenitud, no sólo en el cielo, sino desde ahora. Por eso dice Jesús que la única forma de tener vida es darla.

Jesús considera su muerte en cruz como su hora; es decir, como la cumbre de su servicio a la humanidad. Por ello, dice que, cuando sea levantado de la tierra, es decir, crucificado, atraerá a todos hacia él. Desde su entrega amorosa en la cruz, se convierte en el centro de la humanidad y de la historia.