III Domingo de Pascua, Ciclo B

Lc 24,35-48: Creer en Jesus y aceptarlo

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio:

 

Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles, les contaron lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.

Mientras hablaban de esas cosas, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Ellos desconcertados y llenos de temor, creían ver un fantasma. Pero Él les dijo: “No teman; soy yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren mis manos y mis pies. Soy yo en persona.

Tóquenme y convénzanse: un fantasma no tiene ni carne ni huesos, como ven que tengo yo”. Y les mostró las manos y los pies. Pero como ellos no acababan de creer de pura alegría y seguían atónitos, les dijo: “¿Tienes aquí algo de comer?”. Le ofrecieron un trozo de pescado asado; Él lo tomo y se puso a comer delante de ellos.

Después les dijo: “Lo que ha sucedido es aquello de que les hablaba yo, cuando aún estaba con ustedes: que tenía que cumplirse todo lo que estaba escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”.

Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto”. (Lc 24, 35-48).

¡Quiera el Señor concedernos su Espíritu, para que comprendamos la Sagrada Escritura! Porque a veces nos pasa como a los apóstoles: nos sentimos desconcertados, atónitos, llenos de temor, espantados, con dudas en nuestro interior, fríos de corazón y cerrados de entendimiento. Pareciera que Jesús es un fantasma, un mito sin sustento histórico, un cuento irreal, un engaño que se ha transmitido por siglos.

Sin embargo, Cristo resucitado no es un fantasma. Es el mismo Cristo histórico que vivió entre nosotros, el Hijo de María, el nazareno, el crucificado. Así lo testifica San Pedro.

“El Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús, a quien ustedes entregaron a Pilato y a quien rechazaron en su presencia, cuando él ya había decidido ponerlo en libertad. Rechazaron al justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y de ello nosotros somos testigos”. (Hech 3, 13-15).

 

Comentario

Cuando se presenta resucitado a sus discípulos, les hace ver que ya estaba anunciado cuanto sucedió en su persona, como dice san Pedro: “Dios cumplió así lo que había predicho por boca de los profetas: que su Mesías tenía que padecer” (Hech 3, 18).

Coincide con lo que dice Jesús: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día”. En efecto, si recorremos la Escritura, descubrimos con qué pinceladas tan claras los profetas describen lo que sucederá en el llamado “Siervo de Yavé”.

Esto no quiere decir que Jesús sufrió porque Dios Padre fuera cruel y exigiera sangre para aplacar su ira por los pecados de la humanidad. No es así. El Padre previó la pasión de Jesús porque sabía que, al involucrarse con nuestra historia y hacerse uno de nosotros, tenía que padecer las injusticias, calumnias y traiciones que con frecuencia cometemos los humanos de todos los tiempos y lugares.

Y Dios Padre quiso que Jesús asumiera nuestra realidad, con todas sus consecuencias, hasta la muerte más injusta e inhumana, para demostrarnos su inmenso amor, pero también para transformar los corazones e invitarnos a no repetir más esas historias. Así, su cruz es camino de redención y de vida, porque es un llamado al arrepentimiento.

Creer en Jesús y aceptarlo como salvador, es arrepentirnos de nuestras historias de injusticia; es no repetir más tantas violaciones de derechos humanos; es no encarcelar ni condenar a inocentes; es no golpear a mujeres y niños indefensos; es no traicionar al amigo que sufre; es no calumniar a los que piensan en forma distinta, ni manipular a las multitudes, para que destruyan personas y bienes ajenos; es ayudar al que está agobiado por el peso de sus problemas, para aligerarle su cruz.

Para quien reduce su fe a un recuerdo dolorido de la pasión de Jesús, y no lo descubre sufriente en el indígena, en el marginado, en el pobre, en el huérfano, en el anciano, Jesús sí es un fantasma.

No hagamos de Jesús un fantasma, “que no tiene carne ni huesos”, sino un ser real: vive en el cielo, en los sacramentos, particularmente en la Eucaristía, en todo ser humano, especialmente en el que sufre.

Démosle de comer y ayudémosle con su cruz. Convirtámonos en testigos decididos y audaces del amor. Éstos son los testigos que hacen falta, para la nueva evangelización y para hacer presente el Reino de Dios.