Pistas para la Lectio Divina... Lucas 10,25-37

Mi regla de vida es el Evangelio.

“Vete y haz tú lo mismo”

Autor: Padre Fidel Oñoro CJM

Fuente: Centro Bíblico Pastoral para la America Latina (CEBIPAL) del CELAM

 

1. En la escuela del Buen Samaritano 

El evangelio de hoy nos coloca, ante una opción radical para vivir según el evangelio.  

Hacia el amor universal: ¿Quién es el prójimo? 

Un doctor de la Ley se dirige a Jesús y le pregunta: “¿Quién es mi prójimo?” (10,29). Jesús le responde contándole la parábola del Buen Samaritano: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…” (10,30-35). 

En medio de todo un escándalo: ¡Un samaritano ayudando a un judío! ¡Imposible!  

La pregunta del doctor de la Ley encuentra así su respuesta: el “prójimo” no es el entorno familiar, social, racial, político o religioso. Hay una visión más universal: todo hombre. Y no sólo todo hombre sino todo aquél que necesita de mi ayuda. 

En la parábola en realidad el “prójimo” es el enemigo. Ya sabemos que los judíos y los samaritanos no sostenían buenas relaciones (ver Jn 4,9).  

Hacia un amor concreto: ¿Cómo hacerse prójimo? 

Pero hay más. El problema no es sólo “quién” es mi prójimo sino “cómo” es que me hago prójimo. Es aquí donde Jesús nos invita a observar cuidadosamente las acciones del samaritano. Todo lo que él hace está movido por la “misericordia”: se “aproxima”, “cura sus heridas”, le cede su propio puesto “montándolo en la cabalgadura”, lo “lleva a una posada” y “cuida de él” personalmente. Finalmente da de su propio bolsillo para que el tratamiento del herido vaya hasta el final. Y cuando se despide todavía prevé un nuevo encuentro: “cuando vuelva”, le dice el samaritano al posadero (10,35b). 

Cada una de las acciones del buen samaritano es diciente. Hoy podríamos detenernos, por ejemplo, en el detalle de la cabalgadura: “Lo montó sobre su propia cabalgadura” (10,34) ¡La ayuda al hermano implica cederle nuestro lugar! Esto indica un compromiso de fondo: amar es saber ofrecer nuestro propio puesto, saliendo de nuestra comodidad, y ponerse en el lugar del otro. 

Es así como uno se hace prójimo: con hechos concretos, no sólo con palabras. Se trata de “hechos” que le duelen al que los hace. Si el samaritano se hubiera contentado con acercarse y le hubiera dicho al herido que estaba desangrándose: “lo siento mucho”, “¿Qué le pasó?”, “¿Por dónde se fueron los bandidos?”, “¿Usted tiene seguro médico diligenciado en Samaría o en Jerusalén?”, “Que Dios lo bendiga”, u otras frases similares que acostumbramos decir a la hora de las emergencias, su intención de ayuda no serviría de nada, no pasaría de una grosería. 

Jesús dice claramente que en la práctica del mandato del amor lo que importa es el “hacer”: “Haz tú lo mismo”. Este “hacer” consiste en la “práctica de la misericordia” (10,36), de la cual no se necesitan más lecciones que las ya dadas por la praxis del samaritano. 

El ahora y el después 

Uno de los dilemas en el ejercicio de la caridad es de la contraposición entre lo urgente y lo importante: ¿hay que socorrer al indigente dándole un pan o eso más bien lo invertimos en la construcción de la panadería en la cual el mismo indigente podrá incluso trabajar? ¿Y si mientras construyes la panadería se te muere el hambriento? La parábola trae también una enseñanza al respecto: hay que atender lo urgente pero también hay que pensar en el futuro.  

El buen samaritano no es inmediatista. Él actúa de manera inmediata en el presente para socorrer la emergencia, es verdad, pero toma previsiones para más adelante (“Cuida de él y, si gastas más, te lo pagaré cuando vuelva”, 10,35). 

También vemos cómo el buen samaritano al final se aleja, continuando su viaje. De alguna manera comienza a desapegarse confiándole el herido a otro que quizás podría cuidarlo mejor que él, y para ello se compromete a responder por los gastos necesarios. Hoy tenemos espacios especializados que se parecen a esta posada donde el buen samaritano lleva al judío herido. Podríamos hablar de una “caridad institucional”. 

No se trata de quitarse de encima la responsabilidad sino de saber trabajar por el prójimo comunitariamente, asumiendo cada uno la tarea que le corresponde. Una persona no puede socorrer sola todas las necesidades. Para que sea profética y transformadora de los problemas de fondo, la caridad individual debe ir a la par de la caridad institucional y es importante saber trabajar juntos apoyando las diversas iniciativas que se toman en la Iglesia y en la sociedad. 

Es esa manera de ser del Buen Samaritano la que al mismo tiempo que atiende las consecuencias también remedia las causas de los males sociales: si todos también entendieran que la prioridad es el otro, que hay que vivir en función de los demás, no sólo no habría más heridos sino tampoco más agresores en el camino de Jericó.  

Como quería san Francisco, esta parábola hay que encarnarla ahora en la vida cotidiana. Nuestras calles y plazas son como aquel camino de Jericó donde alguien que quizás no conocemos y que puede ser incluso una amenaza para nosotros, aguarda por nuestra misericordia.  

Dejemos que el imperativo de Jesús se nos impregne en el corazón y se convierta en regla de vida: “¡Vete y haz tú lo mismo!” (10,36). 

Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

1. ¿Cuáles son las personas de mi entorno que más necesitan de mí y a quienes algunas veces he negado mi ayuda oportuna? Si es posible las identifico con el nombre. ¿Qué ayuda me pide cada una de ellas? ¿Cómo me haré prójimo de ellas?

2. ¿Alguna vez he actuado como el sacerdote o el levita y siendo consciente de alguna necesidad, he preferido “hacerme el de la vista gorda”? ¿Por qué lo he hecho?, ¿Qué he sentido después?, ¿Qué propósitos me he hecho o me hago hoy al respecto?

3. Recuerdo la última vez que actué como el buen samaritano. ¿Con quién fue?, ¿Qué hice?, ¿Qué intereses y necesidades personales pasaron a segundo plano?, ¿La mano que tendí esa vez fue sólo de momento o aún hoy continúo brindando mi ayuda generosa?