III Domingo de Pascua, Ciclo A
San Lucas 24, 13-35:
El día del Señor

Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal

Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor  

 

 

- El domingo, día del Señor.

- Las fiestas cristianas. Sentido de las festividades. La Santa Misa, centro de la fiesta cristiana.

- El culto público a Dios. El descanso dominical y festivo.

I. “El día llamado del Sol se reúnen todos en un mismo lugar, quienes habitan en la ciudad y los que viven en el campo... Y nos reunimos todos en este día, en primer lugar porque, en este día, que es el primero de la semana, Dios creó el mundo (...) y porque es el día en que Jesucristo nuestro Salvador resucitó de entre los muertos” (1). El sábado judío dio paso al domingo cristiano desde los mismos comienzos de la Iglesia. Desde entonces, cada domingo celebramos la Resurrección de Cristo.

El sábado era en el Antiguo Testamento día dedicado a Yahvé. Dios mismo lo instituyó (2) y mandó que el pueblo israelita se abstuviera de ciertos trabajos en esa jornada, para dedicarse a honrar a Dios (3). También era el día en el que se congregaba la familia y se celebraba el fin de la cautividad en Egipto. Con el paso del tiempo, los rabinos complicaron el precepto divino, y en tiempos de Jesús existía una serie de minuciosas y agobiantes prescripciones que nada tenían que ver con lo que Dios había dispuesto sobre el sábado.

Los fariseos chocaron frecuentemente con Jesús por estas cuestiones. Sin embargo, el Señor no menospreció el sábado, no lo suprimió como día dedicado a Yahvé; por el contrario, parece ser su día predilecto: acude ese día a las sinagogas a predicar, y muchos de sus milagros fueron realizados en día de sábado.

La Sagrada Escritura, en innumerables pasajes, había dado siempre un concepto alto y noble del sábado. Era el día establecido por Dios para que su pueblo le diese un culto público, y la total dedicación de la jornada aparece como una obligación grave (4). La importancia del precepto se deduce también de la repetición de ese mandato a lo largo de la Escritura. En ocasiones, los Profetas señalan como causa de los castigos de Dios sobre su pueblo el no haber guardado sus sábados.

El descanso sabático era de naturaleza estrictamente religiosa, y por eso culminaba y se manifestaba en la oblación de un sacrificio (5).

Las fiestas de Israel, y particularmente el sábado, eran signo de la alianza divina y un modo de expresar el gozo de saberse propiedad del Señor y objeto de su elección y de su amor. Por eso cada fiesta estaba ligada a un acontecimiento de salvación.

Sin embargo, aquellas fiestas sólo contenían la promesa de una realidad que aún no había tenido lugar. Con la Resurrección de Jesucristo, el sábado deja paso a la realidad que anunciaba, la fiesta cristiana. El mismo Jesús habla del reino de Dios como de una gran fiesta ofrecida por un rey con ocasión de las bodas de su hijo (6), en quien somos invitados a participar de los bienes mesiánicos (7). Con Cristo surge un culto nuevo y superior, porque tenemos también un nuevo Sacerdote, y se ofrece una nueva Víctima.

II. Después de la Resurrección, el primer día de la semana fue considerado por los Apóstoles como el día del Señor, dominica dies (8), cuando Él nos alcanzó con su Resurrección la victoria sobre el pecado y la muerte. Por eso los primeros cristianos tenían las reuniones litúrgicas en domingo. Y ésta ha sido la constante y universal tradición hasta nuestros días. “La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen desde el mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón día del Señor o domingo” (9).

Este precepto de santificar las fiestas regula un deber esencial del hombre con su Creador y Redentor. En este día dedicado a Dios le damos culto especialmente con la participación en el Sacrificio de la Misa. Ninguna otra celebración llenaría el sentido de este precepto.

Junto al domingo, la Iglesia determinó las fiestas que conmemoran los principales acontecimientos de nuestra salvación: Navidad, Pascua, Ascensión, Pentecostés, otras fiestas del Señor, y las fiestas de la Virgen. Junto a éstas, los cristianos celebraron desde el principio el die natalis o aniversario del martirio de los primeros cristianos. Las fiestas cristianas llegaron incluso a ordenar el mismo calendario civil. Siguiendo el calendario, la Iglesia “conmemora los misterios de la redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que en cierto modo se hacen presentes en todo momento para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación” (10).

El centro y el origen de la alegría de la fiesta cristiana se encuentra en la presencia del Señor en su Iglesia, que es la prenda y el anticipo de una unión definitiva en la fiesta que no tendrá fin (11). De ahí la alegría que inunda la celebración dominical, como aparece en la Oración sobre las ofrendas de la Misa de hoy: Recibe, Señor, las ofrendas de tu Iglesia exultante de gozo; y pues en la resurrección de tu Hijo nos diste motivo para tanta alegría, concédenos participar de este gozo eterno. Por eso nuestras fiestas no son un mero recuerdo de hechos pasados, como puede serlo el aniversario de un acontecimiento histórico, sino que son un signo que manifiesta y hace presente a Cristo entre nosotros.

La Santa Misa hace presente a Jesús en su Iglesia y es Sacrificio de valor infinito que se ofrece a Dios Padre en el Espíritu Santo. Todos los demás valores humanos, culturales y sociales de la fiesta deben ocupar un segundo lugar, cada uno en su orden, sin que en ningún momento oscurezcan o sustituyan lo que debe ser fundamental. Junto a la Santa Misa, tienen un lugar importante las manifestaciones de piedad litúrgica y popular, como el culto eucarístico, las procesiones, el canto, un mayor cuidado en el vestir, etc.

Hemos de procurar, mediante el ejemplo y el apostolado, que el domingo sea “el día del Señor, el día de la adoración y de la glorificación de Dios, del santo Sacrificio, de la oración, del descanso, del recogimiento, del alegre encontrarse en la intimidad de la familia” (12).

III. Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria, leemos en la Antífona de entrada (13).

El precepto de santificar las fiestas responde también a la necesidad de dar culto público a Dios, y no sólo de modo privado. Algunos pretenden relegar el trato con Dios al ámbito de la conciencia, como si no debiera tener necesariamente manifestaciones externas. Sin embargo, el hombre tiene el deber y el derecho de rendir culto externo y público a Dios; sería una grave lesión que los cristianos se vieran obligados a ocultarse para poder practicar su fe y dar culto a Dios, que es su primer derecho y su primer deber.

El domingo y las fiestas determinadas por la Iglesia son, ante todo, días para Dios y días especialmente propicios para buscarle y para encontrarle. “Quaerite Dominum. Nunca podemos dejar de buscarlo: sin embargo, hay períodos que exigen hacerlo con más intensidad, porque en ellos el Señor está especialmente cercano, y por lo tanto es más fácil hallarlo y encontrarse con Él. Esta cercanía constituye la respuesta del Señor a la invocación de la Iglesia, que se expresa continuamente mediante la liturgia. Más aún, es precisamente la liturgia la que actualiza la cercanía del Señor” (14).

Las fiestas tienen una gran importancia para ayudar a los cristianos a recibir mejor la acción de la gracia. En esos días se exige también que el creyente interrumpa el trabajo para poder dedicarse mejor al Señor. Pero no hay fiesta sin celebración, pues no basta dejar el trabajo para hacer fiesta; tampoco hay fiesta cristiana sin que los creyentes se reúnan para dar gracias, alabar al Señor, recordar sus obras, etcétera. Por eso indicaría poco sentido cristiano plantear el domingo, la fiesta, el fin de semana..., de manera que se hiciera imposible o muy difícil ese trato con Dios. A algunos cristianos tibios les sucede que acaban por pensar que no tienen tiempo para asistir a la Santa Misa, o lo hacen precipitadamente, como quien se libera de una enojosa obligación.

El descanso no es sólo una oportunidad para recuperar fuerzas, sino que es también signo y anticipo del reposo definitivo en la fiesta del Cielo. Por eso la Iglesia quiere celebrar sus fiestas incluyendo el descanso laboral, al que por otra parte tienen derecho los fieles cristianos como ciudadanos iguales a los demás; derecho, que el Estado ha de garantizar y proteger.

El descanso festivo no debe interpretarse ni ser vivido como un simple no hacer nada -una pérdida de tiempo-, sino como la ocupación positiva y el enriquecimiento personal en otras tareas. Hay muchos modos de descansar, y no conviene quedarse en el más fácil, que muchas veces no es el que mejor nos descansa. Si sabemos limitar, por ejemplo, el uso de la televisión también los días de fiesta, no repetiremos tanto la falsa excusa de que “no tenemos tiempo”. Al contrario, veremos que esos días podemos pasar más tiempo con la familia, atender a la educación de los hijos, cultivar el trato social y las amistades, hacer alguna visita a unas personas necesitadas, o que están solas o enfermas, etcétera. Es quizá la ocasión que estábamos buscando para poder conversar detenidamente con un amigo; o el momento para que el padre o la madre puedan hablar a solas, al hijo que más lo necesita y escuchar. En general, hay que “... saber tener todo el día cogido por un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal -además de las normas diarias de piedad- el debido descanso, de tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando las horas con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo los pequeños detalles de orden, de puntualidad, de buen humor” (15).

(1) Liturgia de las Horas. Segunda lectura. SAN JUSTINO, Apología 1ª 67.- (2) Gen 2, 3.- (3) Ex 20, 8-11; 21, 13; Dt 5, 14.- (4) Cfr. Ex 31, 14-15.- (5) Cfr. Num 18, 19-28, 9-10.- (6) Cfr. Mt 22, 2-13.- (7) Cfr. Is 25, 6-8.- (8) Apoc 1, 10.- (9) CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 106.- (10) Ibídem, 102.- (11) Cfr. Apoc 21, 1 ss; 2 Cor 1, 22.- (12) PIO XII, Aloc 7-IX-1947 .- (13) Sal 65, 1-2.- (14) JUAN PABLO II, Homilía, 20-III-1980.- (15) Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 111.

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