San Juan 16, 20-23:
Decenario al Espíritu Santo. El Don de EntendimientoAutor: Padre Francisco Fernández Carvajal
Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor
- Mediante este don llegamos a tener un conocimiento más profundo de los misterios de la fe. Es necesario para la plenitud de la vida cristiana.
- Se concede a todos los cristianos, pero su desarrollo exige vivir en gracia y empeñarse en la santidad personal.
- Necesidad de purificar el alma. El don de entendimiento y
la vida contemplativa.
I. Cada página de la Sagrada Escritura es una muestra de la
solicitud con que Dios se inclina hacia nosotros para guiarnos hacia la
santidad. El Señor se muestra en el Antiguo Testamento como la verdadera luz de
Israel, sin la cual el pueblo se descamina y tropieza en la oscuridad. Los
grandes personajes del Antiguo Testamento se vuelven una y otra vez hacia Yahvé
para que les conduzca en las horas difíciles. Dame a conocer tus caminos (1),
pide Moisés para guiar al pueblo hasta la Tierra prometida. Sin la enseñanza
divina, se siente perdido. Y el rey David pide: Dame entendimiento para que
guarde tu Ley y la cumpla de todo corazón (2).
Jesús promete el Espíritu de verdad, que tendrá la misión de iluminara la Iglesia entera (3). Con el envío del Paráclito “completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino” (4). Los mismos Apóstoles comprenderán más tarde el sentido de las palabras del Señor, que antes de Pentecostés se les presentaban oscuras. “Él es el alma de esta Iglesia -enseña Pablo VI-. Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio” (5).
El Paráclito nos conduce desde las primeras claridades de la
fe a una “inteligencia más profunda de la revelación” (6). Mediante el don de
entendimiento o inteligencia al fiel cristiano le es dado un conocimiento más
profundo de los misterios revelados. El Espíritu Santo ilumina la inteligencia
con una luz poderosísima y le da a conocer con una claridad desconocida hasta
entonces el sentido profundo de los misterios de la fe. “Conocemos ese misterio
desde hace mucho tiempo; esa palabra la hemos oído y hasta la hemos meditado
muchas veces; pero, en un momento dado, sacude nuestro espíritu de una manera
nueva; parece como si nunca hasta entonces lo
hubiésemos comprendido de verdad” (7). Bajo este influjo, el alma tiene una
mayor certeza de lo que cree, todo es más claro, y bajo esta luz que le hace
conocer más hondamente las verdades sobrenaturales experimenta un gozo
indescriptible, anticipo de la visión beatífica.
Gracias a este don -enseña Santo Tomás de Aquino-, “Dios es entrevisto aquí abajo” (8) por la mirada purificada de quienes son dóciles a las mociones del Paráclito, aunque los misterios de la fe sigan envueltos en cierta oscuridad.
Para llegar a este conocimiento no bastan las luces
ordinarias de la fe; es necesaria una especial efusión del Espíritu Santo, que
recibimos en la medida de la correspondencia a la gracia, de la purificación del
corazón y de los deseos de santidad. El don de entendimiento permite que el
alma, con facilidad, participe de esa mirada de Dios que todo lo penetra, empuja
a reverenciar la grandeza de Dios, a rendirle afecto filial, a juzgar
adecuadamente de las cosas creadas... “Poco a poco, a medida que el amor va
creciendo en el alma, la inteligencia del hombre resplandece más y más con la
propia claridad de Dios” (9), y nos da una gran familiaridad con los misterios
escondidos de Dios.
En este día del Decenario al Espíritu Santo podríamos preguntarnos sobre el deseo de purificar nuestra alma, y si este deseo tiene, entre otras manifestaciones, el aprovechar muy bien las gracias de cada Confesión. Si acudimos a ella con la puntualidad que hayamos previsto, si preparamos con toda sinceridad el examen de conciencia, si pedimos al Paráclito ayuda para fomentar la contrición y un gran deseo de alejarnos de todo pecado y faltas deliberadas.
II. El Espíritu Santo, mediante el don de entendimiento,
hace penetrar al alma, de muchas maneras, en las profundidades de los misterios
revelados. De una forma sobrenatural, y por tanto gratuita, enseña en lo íntimo
del corazón lo que encierran las verdades más profundas de la fe. “Como uno que
sin haber aprendido ni trabajado nada para saber leer ni tampoco hubiese
estudiado nada -explica Santa Teresa-, hallase que ya sabía toda la ciencia, sin
saber cómo ni de dónde le había venido, pues nunca había trabajado ni
para aprender el alfabeto. Esta comparación última enseña algo de este don
celestial, porque el alma ve en un momento el misterio de la Santísima Trinidad
y otras cosas muy elevadas con tal claridad, que no hay teólogo con quien no se
atreviese a discutir estas verdades tan grandes” (10).
El don de entendimiento lleva a captar el sentido más hondo
de la Sagrada Escritura, la vida de la gracia, la presencia de Cristo en cada
sacramento y, de una manera real y sustancial, en la Sagrada Eucaristía. Este
don nos da como un instinto divino para aquello que de sobrenatural hay en el
mundo. Ante la mirada del creyente iluminada por el Espíritu brota así todo un
universo nuevo. Los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación, de la
Redención, de la Iglesia se convierten en realidades
extraordinariamente vivas y actuales que orientan toda la vida del cristiano,
influyendo decisivamente en el trabajo, en la familia, en los amigos... Su
influjo hace la oración más sencilla y profunda.
Quienes son dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo,
purifican su alma, mantienen la fe despierta, descubren a Dios a través de todas
las cosas creadas y de los sucesos de la vida ordinaria. El que vive en la
tibieza no percibe ya estas llamadas de la gracia, tiene embotada su alma para
lo divino, y ha perdido el sentido de la fe, de sus exigencias y delicadezas.
El don de entendimiento lleva a contemplar a Dios en medio de las tareas ordinarias, en los acontecimientos, agradables o dolorosos, de la vida de cada uno. El camino para llegar a la plenitud de este don es la oración personal, en la que contemplamos las verdades de la fe, y la lucha, alegre y amorosa, por mantener la presencia de Dios durante el día fomentando los actos de contrición cuando nos hemos separado del Señor. No se trata de una ayuda sobrenatural extraordinaria que se concede exclusivamente a personas muy excepcionales, sino a todos aquellos que quieren ser fieles al Señor allí donde se encuentran, santificando sus alegrías y dolores, su trabajo y su descanso. III. Para ir adelante en este camino de santidad es necesario fomentar el recogimiento interior (evitar andar con los sentidos despiertos, estar dispersos en las cosas, sin presencia de Dios...), la mortificación de los sentidos internos (la imaginación, los recuerdos y pensamientos inútiles...) y de los externos, esforzarse diariamente en la presencia de Dios, tomando ocasión de los sucesos y percances de cada día.
Es preciso purificar el corazón, pues sólo los limpios de
corazón tienen capacidad para ver a Dios (11). La impureza, el apegamiento a los
bienes de la tierra, el conceder al cuerpo todos sus caprichos embotan el alma
para las cosas de Dios. El hombre no espiritual no percibe las cosas del
Espíritu de Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas, porque sólo se
pueden enjuiciar según el Espíritu (12). El hombre espiritual es el cristiano
que lleva al Espíritu Santo en su alma en gracia, y tiene la mente y el
pensamiento puestos en Cristo. Su vida limpia, sobria y mortificada es la mejor
preparación para ser digna morada del Espíritu, que habitará en él
con todos sus dones.
Cuando el Espíritu Santo encuentra un alma bien dispuesta, se va adueñando de ella, y la lleva por caminos de oración cada vez más profunda, hasta que “las palabras resultan pobres... y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto” (13).
Mons. Escrivá de Balaguer describía el sendero de las almas,
en las ocupaciones más normales de la vida y cualquiera que fuera su cultura,
profesión, estado, etcétera, hasta llegar a la oración contemplativa. Para
muchos, el camino parte de la consideración frecuente de la Humanidad Santísima
del Señor, a quien se llega a través de la Virgen -pasando necesariamente por la
Cruz-, y acaba en la Trinidad Santísima. “El corazón necesita, entonces,
distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas.
De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida
sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la
existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el
Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador,
que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!”
(14).
Al terminar nuestra oración acudimos a la Virgen, que tuvo la plenitud de la fe y de los dones del Espíritu Santo, y le pedimos que nos enseñe a tratar y a amar al Paráclito en nuestra alma siempre, pero de modo particular en este Decenario, y que no nos quedemos a mitad del camino en ese sendero que conduce a la santidad, a la que hemos sido llamados.
(1) Ex 33, 13.- (2) Sal 119, 34.- (3) Cfr. Jn 16, 13.- (4) CONC. VAT. II, Const. Dei Verbum, 4.- (5) PABLO VI, Exhor. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 75.- (6) CONC. VAT. II, Const. Dei Verbum, 5.- (7) A. RIAUD, La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra, 4ª ed., Madrid 1985, p. 72.- (8) SANTO TOMAS, 1-2, q. 69, a. 2.- (9) M. M. PHILIPON, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid 1983, p. 194.- (10) SANTA TERESA, Vida, 27, 8-9.- (11) Cfr. Mt 5, 8.- (12) 1 Cor 2, 14.- (13) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, 296.- (14) Ibídem, 306.
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