Fiesta. Exaltación de la Santa Cruz
San Juan 3, 13-17Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal
Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor
— Origen de la fiesta.
— El Señor bendice con la Cruz a quienes más ama.
— Los frutos de la Cruz.
I. Por la Pasión de Nuestro
Señor, la Cruz no es un patíbulo de ignominia, sino un trono de gloria.
Resplandece la Santa Cruz, por la que el mundo recobra la
salvación. ¡Oh Cruz que vences! ¡Cruz que reinas! ¡Cruz que limpias de todo
pecado! Aleluia1.
La fiesta que hoy celebramos
tiene su origen en Jerusalén en los primeros siglos del Cristianismo. Según un
antiguo testimonio2,
se comenzó a festejar en el aniversario del día en el que se encontró la Cruz de
Nuestro Señor. Su celebración se extendió con gran rapidez por Oriente y poco
más tarde a la Cristiandad entera. En Roma tuvo gran solemnidad la procesión
que, antes de la Misa, para venerar la Cruz3,
se dirigía desde Santa María la Mayor a San Juan de Letrán.
A principios del siglo VII los
persas saquearon Jerusalén, destruyeron muchas basílicas y se apoderaron de las
sagradas reliquias de la Santa Cruz, que serían recuperadas pocos años más tarde
por el emperador Heraclio. Cuenta una piadosa tradición que cuando el emperador,
vestido con las insignias de la realeza, quiso llevar personalmente el Santo
Madero hasta su primitivo lugar en el Calvario, su peso se fue haciendo más y
más insoportable. Zacarías, Obispo de Jerusalén, le hizo ver que para llevar a
cuestas la Santa Cruz debería despojarse de las insignias imperiales e imitar la
pobreza y la humildad de Cristo, que se había abrazado a ella desprendido de
todo. Heraclio vistió entonces unas humildes ropas de peregrino y, descalzo,
pudo llevar la Santa Cruz hasta la cima del Gólgota4.
Es posible que desde niños
aprendiéramos a hacer el signo de la Cruz en la frente, en los labios y en el
corazón, en señal externa de nuestra profesión de fe. En la Liturgia, la Iglesia
utiliza el signo de la Cruz en los altares, en el culto, en los edificios
sagrados. Es el árbol de riquísimos frutos,
arma poderosa, que aleja todos los males y espanta a los enemigos de nuestra
salvación: Por la señal de la Santa Cruz, de
nuestros enemigos líbranos, Señor, pedimos todos
los días al signarnos. La Cruz enseña un Padre de la Iglesia «es el escudo y el
trofeo contra el demonio. Es el sello para que no nos alcance el ángel
exterminador, como dice la Escritura (cfr. Ex
9, 12). Es el instrumento para levantar a los que yacen, el apoyo de los que se
mantienen en pie, el bastón de los débiles, la guía de quienes se extravían, la
meta de los que avanzan, la salud del alma y del cuerpo, la que ahuyenta todos
los males, la que acoge todos los bienes, la muerte del pecado, la planta de la
resurrección, el árbol de la vida eterna»5.
El Señor ha puesto la salvación del género humano
en el árbol de la Cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera
la Vida, y el que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido6.
La Cruz se presenta en nuestra vida de muy diferentes
maneras: enfermedad, pobreza, cansancio, dolor, desprecio, soledad... Hoy
podemos examinar en nuestra oración nuestra disposición habitual ante esa Cruz
que se muestra a veces difícil y dura, pero que, si la llevamos con amor, se
convierte en fuente de purificación y de Vida, y también de alegría. ¿Nos
quejamos con frecuencia ante las contrariedades? ¿Damos gracias a Dios también
por el fracaso, el dolor y la contradicción? ¿Nos acercan a Dios estas
realidades, o nos separan de Él?
II. La
Primera lectura de la Misa7
nos narra cómo el Señor castigó al Pueblo elegido por murmurar contra Moisés y
contra Yahvé, al experimentar las dificultades del desierto, enviándole
serpientes que causaron estragos entre los israelitas. Cuando se arrepintieron,
el Señor dijo a Moisés: Haz una serpiente de
bronce y ponla por señal; el herido que la mirare, vivirá. Hizo, pues, Moisés
una serpiente de bronce y la puso por señal, y los heridos que la miraban eran
sanados. La serpiente de bronce era signo de
Cristo en la Cruz, en quien obtienen la salvación los que lo miran. Así lo
expresa Jesús en su conversación con Nicodemo, recogida en el Evangelio:
Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es
preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga
vida eterna en él8.
Desde entonces, el camino de la santidad pasa por la Cruz, y cobra sentido algo
tan falto de él como es la enfermedad, el dolor, la pobreza, el fracaso..., la
mortificación voluntaria. Es más, Dios bendice con la Cruz cuando quiere otorgar
grandes bienes a un hijo suyo, al que trata entonces con particular
predilección.
Muchas gentes huyen de la Cruz de Cristo como en desbandada,
y se alejan de la alegría verdadera, de la eficacia sobrenatural que llena el
corazón, de la misma santidad; huyen de Cristo. Llevémosla nosotros sin
rebeldía, sin quejas, con amor. «¿Estás sufriendo una gran tribulación? -¿Tienes
contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y
viril:
»“Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la
justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén”.
»Yo te aseguro que alcanzarás
la paz»9.
III. Cruz fiel, tú eres el
árbol más noble de todos; ningún otro se te puede comparar en hojas, en flor, en
fruto10.
El amor a la Cruz produce
abundantes frutos en el alma. En primer lugar, nos lleva a descubrir enseguida a
Jesús, que nos sale al encuentro y toma lo más pesado de la contradicción y lo
carga sobre sus hombros. Nuestro dolor, asociado al del Maestro, deja de ser el
mal que entristece y arruina, y se convierte en medio de unión con Dios. «Si
sufres, sumerge tu dolor en el suyo: di tu Misa. Pero si el mundo no comprende
estas cosas, no te turbes; basta con que te comprendan Jesús, María, los santos.
Vive con ellos y deja que corra tu sangre en beneficio de la humanidad: ¡como
Él!»11.
La Cruz de cada día es una gran
oportunidad de purificación, de desprendimiento y de aumento de gloria12.
San Pablo enseñaba con frecuencia a los cristianos que las tribulaciones son
siempre breves y llevaderas, y el premio de esos sufrimientos llevados por
Cristo es inmenso y eterno. Por eso el Apóstol se gozaba en sus tribulaciones,
se gloriaba de ellas y se consideraba dichoso de poder unirlas a las de Cristo
Jesús y completar así su Pasión para bien de la Iglesia y de las almas13.
El único dolor verdadero es alejarnos de Cristo. Los demás padecimientos son
pasajeros y se tornan gozo y paz: «¿No es verdad que en cuanto dejas de tener
miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en
aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los
sufrimientos físicos o morales?
»Es verdaderamente suave y
amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; solo la alegría de saberse
corredentores con Él»14.
El trato y la amistad con el Maestro nos enseñan, por otra
parte, a ver y a llevar con una disposición joven, decidida, alejada de la
tristeza y de la queja, las dificultades que se presentan. Las veremos, igual
que han hecho los santos, como un estímulo, un obstáculo que es preciso saltar
en esta carrera que es la vida. Este espíritu alegre y optimista, incluso en los
momentos difíciles, no es fruto del temperamento ni de la edad: nace de una
profunda vida interior, de la conciencia siempre presente de nuestra filiación
divina. Esta disposición serena, optimista, creará en toda circunstancia un buen
ambiente a nuestro alrededor en la familia, en el trabajo, con los amigos... y
será un gran medio para acercar a otros al Señor.
Terminamos nuestra oración junto a Nuestra Señora. «“Cor
Mariae perdolentis, miserere nobis!” invoca al Corazón de Santa María, con ánimo
y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los
hombres de todos los tiempos.
»Y pídele para cada alma que
ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar,
como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada»15.
1
Liturgia de las Horas, Antífona de Laudes.
— 2 Cfr. Egeria,
Itinerario, ed.
preparada por A. Arce, BAC, Madrid 1980, pp. 318-319. —
3 Cfr. A. G. Martimort,
La Iglesia en oración,
Herder, 3.ª ed., Barcelona 1987, pp. 989-990. — 4
Cfr. P. Croisset, Año cristiano,
Madrid 1846, vol. 7, pp. 120-121. — 5
San Juan Damasceno, De fide ortodoxa,
IV, 11. — 6 Prefacio
de la Misa. — 7
Num 21, 4-9. —
8 Jn
3, 14-15. — 9 San
Josemaría Escrivá, Camino
n. 691. — 10 Himno
Crux fidelis. — 11
Ch. Lubich, Meditaciones,
Ciudad Nueva, Madrid 1989, p. 32. — 12
Cfr. A. Tanquerey, La divinación del sufrimiento,
Rialp, Madrid 1955, p. 18. — 13
Cfr. Rom 7, 18;
Gal 2, 19-20; 6, 14;
etc. — 14 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis,
Rialp, 2.ª ed., Madrid 1981, II. — 15
ídem, Surco, n. 258.
* La devoción y el culto a la
Santa Cruz, donde Cristo dio su vida por nosotros, se remonta a los mismos
comienzos del Cristianismo. En la Liturgia se tiene constancia desde el siglo
iv. La Iglesia conmemora hoy el rescate de la Cruz del Señor por obra del
emperador Heraclio en su victoria sobre los persas. En los textos de la Misa y
de la Liturgia de las Horas
la Iglesia canta con entusiasmo a la Santa Cruz, pues fue el instrumento de
nuestra salvación; si el árbol a cuya sombra pecaron de desobediencia nuestros
primeros padres fue causa de perdición, el Árbol de la Cruz es el origen de
nuestra salvación eterna.
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