San Juan 3,1-8:
La imaginación

Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal

Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor  

 

            — Necesidad de la mortificación interior para tener vida sobrenatural.

            — Mortificación de la imaginación.

            — El buen uso de la imaginación en la oración.

I. El Evangelio de la Misa1 nos relata el diálogo entrañable de aquella noche entre Jesús y Nicodemo. Este hombre se siente removido por la predicación y por los milagros del Maestro y experimenta la necesidad de saber más. Muestra con Jesús gran delicadeza: Rabbí, Maestro mío, le llama.

Nicodemo le pregunta por su misión, quizá todavía con la duda de si es un profeta más o si es el Mesías: sabemos –le dice– que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él. Y el Señor le responde de una manera insospechada; Nicodemo le pregunta por su misión, y Jesús le revela una verdad asombrosa: es preciso nacer de nuevo. Se trata de un nacimiento espiritual por el agua y el Espíritu Santo: es un mundo completamente nuevo el que se abre ante los ojos de Nicodemo.

Las palabras del Señor constituyen también un horizonte sin límites para el adelantamiento espiritual de cualquier cristiano que se deje llevar dócilmente por las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. Porque la vida interior no consiste solo en adquirir una serie de virtudes naturales o en guardar determinadas formas de piedad. Es una transformación completa y un nacer de nuevo, lo que el Señor nos pide: Tenéis que despojaros del hombre viejo según el cual habéis vivido en vuestra vida pasada2, anunciaba San Pablo a los fieles de Éfeso.

Esta transformación interior es ante todo obra de la gracia en el alma, pero requiere también nuestra colaboración a través de una mortificación de la inteligencia, de los recuerdos, de la imaginación..., cuyo fruto es la purificación de nuestras potencias, necesaria para que la vida de Cristo se desarrolle plenamente en nosotros. Muchos cristianos no avanzan en su trato con Dios, en la oración, por haber descuidado esta mortificación interior, sin la cual la mortificación externa pierde su apoyo.

La imaginación es indudablemente una facultad muy útil, porque el alma, que está unida al cuerpo, no puede pensar sin imágenes. El Señor hablaba a la gente por medio de parábolas, expresando en imágenes las verdades más profundas, y hemos visto que también sigue este camino en la conversación con Nicodemo. Del mismo modo, la imaginación puede ser una gran ayuda en la vida interior, para la contemplación de la vida del Señor, de los misterios del Rosario... «Pero para que sea provechosa y útil, la imaginación ha de ir dirigida por la recta razón esclarecida por la fe. De lo contrario, podría convertirse, como se la ha llamado, en “la loca de la casa”; nos separa de la consideración de las cosas divinas y nos arrastra hacia las cosas vanas, insustanciales, fantásticas y aun prohibidas. En el mejor de los casos nos lleva al ensueño, de donde nace el sentimentalismo tan opuesto a la verdadera piedad»3.

Dada nuestra condición después del pecado original, el sometimiento de la imaginación a la razón solo puede conseguirse habitualmente con mortificación, «haciendo que así deje de ser la loca de la casa y se concrete a su fin propio, que es servir a la inteligencia iluminada por la fe»4.

II. Dejar suelta la imaginación supone, en primer lugar, perder el tiempo, que es un don de Dios y parte del patrimonio que el Señor nos ha dado. «Aleja de ti esos pensamientos inútiles que, por lo menos, te hacen perder el tiempo»5, nos aconseja el autor de Camino. Además, la imaginación perdida así en sueños fantásticos y estériles, es un campo abonado para que en él aparezcan un buen número de tentaciones voluntarias, que convierten los pensamientos inútiles en verdadera ocasión de pecado6.

Cuando no hay esa mortificación interior, los sueños de la imaginación giran frecuentemente alrededor de los propios talentos, de lo bien que se ha quedado en una determinada actuación, en la admiración –quizá también irreal– que se despierta ante unas determinadas personas o en el propio ambiente... Y así, lo que comenzó siendo un pensamiento inútil deriva hasta llegar a perder la rectitud de intención que se había mantenido hasta entonces, y la soberbia, siempre al acecho, toma cuerpo de lo que en un principio parecía algo inocente. Luego, la soberbia, si no se le pone freno, tiende a destruir lo que de bien encuentra a su paso. De modo particular destruye una buena parte de la atención que merecen los demás impidiéndonos caer en la cuenta de sus necesidades y ejercer la caridad. «El horizonte del orgullo es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos»7.

Otras veces, cuando la imaginación se entretiene juzgando el modo de actuar de otros, se emiten fácilmente juicios negativos y poco objetivos, porque cuando no se ve a los demás con comprensión, con deseos de ayudarles, se tiene de ellos una visión injustamente parcial. Cuando se examina a alguien sin la caridad de la comprensión, se juzga con frialdad su conducta, sin tener en cuenta los motivos que haya podido tener esa persona para actuar, o se le atribuye gratuitamente, sin fundamento, lo malo o lo menos bueno. Solo Dios penetra en las cosas ocultas, lee la verdad de los corazones, da el verdadero valor a todas las circunstancias. Por ligereza culpable, estos pensamientos inútiles llevan al juicio temerario, que nace de un corazón poco recto, en el que falta la presencia de Dios. La mortificación interior en los pensamientos inútiles hubiera evitado esta falta interna de caridad, que aleja de Dios y de los demás. «La causa de tantos juicios temerarios es el considerarlos como cosa de poca importancia; y, no obstante, si se trata de materia grave, se pueden cometer pecados graves»8.

Frecuentemente, si no estamos atentos para cortar con los pensamientos inútiles y ofrecer al Señor esa mortificación, la imaginación rodará alrededor de uno mismo, creando situaciones ficticias, poco o nada compatibles con la vocación cristiana de un hijo de Dios, que ha de tener su corazón puesto en Él. Estos pensamientos enfrían el corazón, alejan de Dios, y luego se hace más costoso ese clima de diálogo con el Señor en medio de nuestras ocupaciones.

Examinemos hoy en nuestra oración cómo llevamos esa mortificación interior que tanto ayuda a mantener la presencia del Señor en nuestra vida, y que evita tantos inconvenientes, tentaciones y pecados. Vale la pena que lo meditemos seriamente, con hondura y deseos de sacar propósitos eficaces.

III. La mortificación de la imaginación trae innumerables bienes al alma; no es tarea puramente negativa, no está en la frontera del pecado, sino en el terreno de la presencia de Dios, del Amor. En primer lugar, purifica el alma y la dispone para vivir mejor la presencia de Dios, hace que aprovechemos bien el tiempo dedicado a la oración, pues es la imaginación con sus fantasías la que impide con frecuencia el diálogo con el Señor, la que distrae cuando más atentos deberíamos estar, como es en la Santa Misa y en la Comunión... La mortificación de la imaginación nos permite aprovechar mejor el tiempo en el trabajo, haciéndolo a conciencia, santificándolo...; en el terreno de la caridad, nos facilita estar pendientes de los demás en lugar de estar ensimismados, metidos en ensueños.

Por otra parte, la imaginación purificada mediante una constante mortificación, desechando a tiempo los pensamientos inútiles, debe ocupar un lugar importante en la vida interior, en el trato con Dios: nos ayuda a meditar las escenas del Evangelio, acompañando a Jesús en sus años de Nazaret junto a José y a María, en su vida pública, seguido de los Apóstoles. De modo particular, nos prestará una gran ayuda para contemplar frecuentemente la Pasión de Nuestro Señor y los misterios del santo Rosario.

«Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento –aconsejaba San Josemaría Escrivá–. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perennidad actual del Evangelio»9.

«Si en ocasiones no os sentís con fuerza para seguir las huellas de Jesucristo, cambiad palabras de amistad con los que le conocieron de cerca mientras permaneció en esta tierra nuestra. Con María, en primer lugar, que lo trajo para nosotros. Con los Apóstoles. Varios gentiles se llegaron a Felipe, natural de Betsaida, en Galilea, y le hicieron esta súplica: deseamos ver a Jesús. Felipe fue y lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos se lo dijeron a Jesús (Jn 12, 20-22). ¿No es cierto que esto nos anima? Aquellos extranjeros no se atreven a presentarse al Maestro, y buscan un buen intercesor (...).

»Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones»10.

Así imitaremos a la Santísima Virgen, que guardaba todas estas cosas –los sucesos de la vida del Señor– y las meditaba en su corazón11.

1 Jn 3, 1-8. — 2 Ef 4, 22. — 3 R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Palabra, Madrid 1975, vol. I, p. 398. — 4 Ibídem, p. 399. — 5 San Josemaría Escrivá. Camino, n. 13. — 6 Cfr. ídem, Surco, n. 135. — 7 S. Canals, Ascética meditada, p. 87. — 8 Santo Cura de Ars, Sermón sobre el juicio temerario. — 9 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 216. — 10 Ibídem, 252-253. — 11 Lc 2, 19.

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