II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Juan 2, 1-11: El primer milagro de Jesús

Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal

Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor   

 

            — El milagro de Caná. La Virgen es llamada omnipotencia suplicante.

            — La conversión del agua en vino. Nuestras tareas también se pueden convertir en gracia: hacerlas acabadamente.

    — Generosidad de Jesús. Siempre nos da más de lo que pedimos.

I. En Caná tiene lugar una boda. Esta ciudad está a poca distancia de Nazaret, donde vive la Virgen. Por amistad o relaciones familiares se encuentra Ella presente en la pequeña fiesta. También Jesús ha sido invitado a la boda con sus primeros discípulos.

Era costumbre que las mujeres amigas de la familia preparasen todo lo necesario. Comenzó la fiesta y, por falta de previsión o por una inesperada afluencia de invitados, faltó el vino. La Virgen, que presta su ayuda, se da cuenta de que el vino escasea. Allí está Jesús, su Hijo y su Dios; acaba de inaugurarse públicamente la predicación y el ministerio del Mesías. Ella lo sabe mejor que ninguna otra persona. Y tiene lugar este diálogo lleno de ternura y sencillez entre la Madre y el Hijo, que nos presenta el Evangelio de la Misa de hoy1: La Madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Pide sin pedir; expone una necesidad: no tienen vino. Nos enseña a rogar.

Jesús le respondió: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora.

Parece como si Jesús fuera a negarle a María lo que le pide: no ha llegado mi hora, le dice. Pero la Virgen, que conoce bien el corazón de su Hijo, actúa como si hubiera accedido a su petición inmediatamente: haced lo que Él os diga, dice a los sirvientes.

María es la Madre atentísima a todas nuestras necesidades, como no lo ha estado ni lo estará ninguna madre sobre la tierra. El milagro tendrá lugar porque la Virgen ha intercedido; solo por esa petición.

«¿Por qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios? Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre, de donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida (...). Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los consternados esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera (...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?»2. ¿Qué no hará cuando –¡tantas veces a lo largo del día!– le decimos «ruega por nosotros»? ¿Qué no conseguiremos si nos empeñamos en acudir a Ella una y otra vez?

Omnipotencia suplicante. Así ha llamado la piedad cristiana a nuestra Madre Santa María, porque su Hijo es Dios y nada puede negarle3. Ella está siempre pendiente de nuestras necesidades espirituales y materiales; desea, incluso más que nosotros mismos, que no cesemos de implorar su intervención ante Dios en favor nuestro. Y nosotros, ¡tan necesitados y tan remisos en pedir!, ¡tan desconfiados y tan poco pacientes cuando lo que pedimos parece que tarda en llegar!

¿No tendríamos que acudir con más frecuencia a Nuestra Señora? ¿No deberíamos poner más confianza en la petición, sabiendo que Ella nos alcanzará lo que nos es más necesario? Si consiguió de su Hijo el vino, que no era absolutamente necesario, ¿no va a remediar tantas necesidades urgentes como tenemos? «Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre –¡tu Madre!– a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Yo creo en Ti, espero en Ti, Te amo, Jesús: para mí, nada; para ellos»4.

II. Dos veces llama San Juan Madre de Jesús a la Virgen. La siguiente ocasión será en el Calvario5. Entre los dos acontecimientos –Caná y el Calvario– hay diversas analogías. Uno está situado al comienzo y el otro al final de la vida pública de Jesús, como para indicar que toda la obra del Señor está acompañada por la presencia de María. Ambos episodios señalan la especial solicitud de Santa María hacia los hombres; en Caná intercede cuando todavía no ha llegado la hora6; en el Calvario ofrece al Padre la muerte redentora de su Hijo, y acepta la misión que Jesús le confiere de ser Madre de todos los creyentes7.

«En Caná de Galilea se muestra solo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de poca importancia: “No tienen vino”. Pero esto tiene un valor simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone “en medio” o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede –más bien “tiene el derecho de”– hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres»8.

Dijo su Madre a los sirvientes: Haced lo que Él os diga. Y los sirvientes obedecieron con prontitud y eficacia: llenaron seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones, como les dijo el Señor. San Juan indica que las llenaron hasta arriba.

Sacad ahora, les dice el Señor, y llevádselo al mayordomo. Y el vino es el mejor que cualquiera de los que han bebido los hombres.

Como el agua, también nuestras vidas eran insípidas y sin sentido, hasta que Jesús ha llegado a nosotros. Él transforma nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestras penas; hasta la muerte es distinta junto a Cristo. El Señor solo espera que realicemos nuestros deberes usque ad summum, hasta arriba, acabadamente, para que Él realice el milagro. Si quienes trabajan en la Universidad, y en los hospitales, y en las tareas del hogar, y en las finanzas, y en las fábricas..., lo hicieran con perfección humana y con espíritu cristiano, mañana nos levantaríamos en un mundo distinto. El Señor convierte en vino riquísimo nuestras labores y trabajos, que de otra manera permanecen sobrenaturalmente estériles. El mundo sería entonces una fiesta de bodas, un lugar más habitable y digno del hombre, en el que la presencia de Jesús y de María imprimen un gozo especial.

Llenad de agua las tinajas, nos dice el Señor. No dejemos que la rutina, la impaciencia, la pereza, dejen a medio realizar nuestros deberes diarios. Lo nuestro es poca cosa; pero el Señor quiere disponer de ello. Pudo Jesús realizar igualmente el milagro con las tinajas vacías, pero quiso que los hombres cooperaran con su esfuerzo y con los medios a su alcance. Luego Él hizo el prodigio, por petición de su Madre.

¡Qué alegría la de aquellos servidores obedientes y eficaces cuando vieron el agua transformada en vino! Son testigos silenciosos del milagro, como los discípulos del Maestro, cuya fe en Jesús quedó confirmada. ¡Qué alegría la nuestra cuando, por la misericordia divina, contemplemos en el Cielo todos nuestros quehaceres convertidos en gloria!

III. Jesús no nos niega nada; y de modo particular nos concede lo que solicitemos a través de su Madre. Ella se encarga de enderezar nuestros ruegos si iban algo torcidos, como hacen las madres. Siempre nos concede más, mucho más de lo que pedimos, como ocurre en aquella boda de Caná de Galilea. Hubiera bastado un vino normal, incluso peor del que se había ya servido, y muy probablemente hubiera sido suficiente una cantidad mucho menor.

San Juan tiene especial interés en subrayar que se trataba de seis tinajas de piedra con capacidad de dos o tres metretas cada una, para poner de manifiesto la abundancia del don, como hará igualmente cuando narre el milagro de la multiplicación de los panes9, pues una de las señales de la llegada del Mesías era la abundancia.

Los comentaristas calculan que el Señor convirtió en vino una cantidad que oscila entre 480 y 720 litros, según la capacidad de estas grandes vasijas judías10. ¡Y del mejor vino! Así también en nuestra vida. El Señor nos da más de lo que merecemos y mejor.

También concurren aquí dos imágenes fundamentales, con las que había sido descrito el tiempo del Mesías: el banquete y los desposorios. Serás como corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios, nos dice el profeta Isaías en una imagen bellísima, recogida en la Primera lectura de la Misa. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu tierra «devastada»; a ti te llamarán «mi favorita», y a tu tierra «desposada»; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo11. Es la alegría y la intimidad que Dios desea tener con todos nosotros.

Aquellos primeros discípulos, entre los que se encuentra San Juan, están asombrados. El milagro sirvió para que dieran un paso adelante en su fe primeriza. Jesús los confirmó en la fe, como hace con quienes le han seguido.

Haced lo que Él os diga. Son las últimas palabras de Nuestra Señora en el Evangelio. No podían haber sido mejores.

1 Cfr. Jn 2, 1-12. — 2 San Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados, Sermón 48: De la confianza en la Madre de Dios. — 3 Cfr. Juan Pablo II, Homilía en el Santuario de Pompeya, 21-X-1979, nn. 4-6. — 4 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 807. — 5 Cfr. Jn 19, 25. — 6 Cfr. Jn 2, 4. — 7 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. — 8 Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 20. — 9 Jn 6, 12-13. — 10 Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Jn 2, 6. — 11 Is 62, 3-5.

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