X Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 9,11b-17: Ante el dolor y la necesidad

Autor: Padre Francisco Fernández Carvajal

Con permiso de: Ediciones Palabra y del autor   

 

 

       La resurrección del hijo de la viuda de Naín. Jesús se compadece siempre del dolor y del sufrimiento.

              — Imitar al Señor. Amor con obras. El orden de la caridad.

              — Para amar es necesario comprender. Amor a los más necesitados.

I. Contemplamos en el Evangelio de la Misa1 la llegada de Jesús a una pequeña ciudad llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de un grupo numeroso de gentes que le siguen. Esta ciudad se encontraba situada a unos diez kilómetros al sudeste de Nazaret y a siete u ocho de Cafarnaún.

Cerca de la puerta de la ciudad, la comitiva que acompañaba al Señor se encontró con otra que llevaba a enterrar al hijo único de una mujer viuda. Según la costumbre judía, llevaban el cuerpo envuelto en un lienzo, sobre unas parihuelas. Formaban parte del cortejo la madre y gran acompañamiento de personas de la ciudad.

La caravana que venía de camino se paró ante el difunto, y Jesús se adelantó hacia la madre, que lloraba por su hijo, y se compadeció de ella. «Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.

»El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento (...).

»Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le dijo: no llores (Lc 7, 13). Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre»2. Puso su mano sobre el cuerpo del joven y le dio la orden de levantarse. Y Jesús se lo entregó a su madre.

El milagro es, a la vez, un gran ejemplo de los sentimientos que hemos de tener ante las desgracias de los demás. Debemos aprender de Jesús. Para tener un corazón semejante al suyo tenemos que acudir en primer lugar a la oración; «hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación»3.

Podemos preguntarnos en nuestra oración de hoy si sabemos amar a todos aquellos que nos vamos encontrando en el mismo camino de la vida, si nos detenemos eficazmente ante sus desgracias, y, por tanto, si en el examen de conciencia diario encontramos abundantes obras de caridad y de misericordia que ofrecer al Señor.

II. Jesucristo viene a salvar lo que estaba perdido4, a cargar con nuestras miserias para aliviarnos de ellas, a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Él no pasa de largo; se detiene –como le vemos en el Evangelio de la Misa de hoy–, consuela y salva. «Jesús hace de la misericordia uno de los temas principales de su predicación (...). Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja extraviada o la mujer que barre la casa buscando la dracma perdida»5. Y Él mismo nos enseñó con su ejemplo constante la manera de comportarnos ante el prójimo, y de modo singular ante el prójimo que sufre.

Y lo mismo que el amor a Dios no se reduce a un sentimiento, sino que lleva a obras que lo manifiesten, así también nuestro amor al prójimo debe ser un amor eficaz. Nos lo dice San Juan: No amemos de palabra y con la lengua, sino con obrasy de verdad6. Y «esas obras de amor –servicio– tienen también un orden preciso. Ya que el amor lleva a desear y procurar el bien a quien se ama, el orden de la caridad debe llevarnos a desear y procurar principalmente la unión de los demás con Dios, pues en eso está el máximo bien, el definitivo, fuera del cual ningún otro bien parcial tiene sentido»7. Lo contrario –buscar en primer lugar, para uno mismo o para otros, los bienes materiales– es propio de los paganos o de aquellos cristianos que dejaron entibiar su fe, la cual poco cuenta en su modo de actuar diario.

Junto a la primacía del bien espiritual sobre cualquier bien material, no debe olvidarse el compromiso que todo cristiano de conciencia recta tiene para promover un orden social más justo, pues la caridad se refiere también, aunque secundariamente, al bien material de todos los hombres.

La importancia de la caridad en la atención a las necesidades materiales del prójimo –que supone la justicia y la informa– es tal que el mismo Jesucristo, al hablar del juicio, declaró: venid, benditos de mi Padre... porque yo tuve hambre y me disteis de comer; ... tuve sed y me disteis de beber...8. Y enseguida, el Señor señala la condenación de quienes omitieron esas obras9. Pidamos al Señor una caridad vigilante, porque para conseguir la salvación y alcanzar nuestro fin es necesario «reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres»10. Todos los días nos sale al paso: en la familia, en el trabajo, en la calle...

III. En el encuentro con aquella mujer de Naín se pone de manifiesto que Jesús se hace cargo inmediatamente del dolor y comprende los sentimientos de aquella madre que ha perdido a su único hijo. Jesús comparte el sufrimiento de aquella mujer. Para amar es necesario comprender y compartir.

Nosotros le pedimos hoy al Señor que nos dé un alma grande, llena de comprensión, para sufrir con el que sufre, alegrarnos con quienes se alegran... y procurar evitar ese sufrimiento si nos es posible, y sostener y promover la alegría allí donde se desarrolla nuestra vida. Comprensión también para entender que el verdadero y principal bien de los demás, sin comparación alguna, es la unión con Dios, que les llevará a la felicidad plena del Cielo. No es un «consuelo fácil» para los desheredados de este mundo o para quienes sufren o fracasan, sino la esperanza profunda del hombre que se sabe hijo de Dios y coheredero con Cristo de la vida eterna, sea cual sea su condición. Robar a los hombres esa esperanza, sustituyéndola por otra de felicidad puramente natural, material, es un fraude que, ante su precariedad o su utopía, conduce a esos hombres, tarde o temprano, a la más oscura desesperación11.

Nuestra actitud compasiva y misericordiosa –llena de obras– ha de ser en primer lugar con los que habitualmente tratamos, con quienes Dios ha puesto a nuestro lado, y con aquellos que están más necesitados. Difícilmente podrá ser grata a Dios una compasión por los más lejanos si despreciamos las muchas oportunidades que se presentan cada día de ejercitar la justicia y la caridad con aquellos que pertenecen a la misma familia o trabajan junto a nosotros.

La Iglesia sabe bien que no puede separar la verdad sobre Dios que salva de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y por los más necesitados12. «Las obras de misericordia, además del alivio que causan a los menesterosos, sirven para mejorar nuestras propias almas y las de quienes nos acompañan en esas actividades. Todos hemos experimentado que el contacto con los enfermos, con los pobres, con los niños y los adultos hambrientos de verdad, constituye siempre un encuentro con Cristo en sus miembros más débiles o desamparados y, por eso mismo, un enriquecimiento espiritual: el Señor se mete con más intensidad en el alma de quien se aproxima a sus hermanos pequeños, movido no por un simple deseo altruista noble, pero ineficaz desde el punto de vista sobrenatural, sino por los mismos sentimientos de Jesucristo, Buen Pastor y Médico de las almas»13.

Pidamos al Corazón Sacratísimo de Jesús y al de su Madre Santa María que jamás permanezcamos pasivos ante los requerimientos de la caridad. De ese modo, podremos invocar confiadamente a Nuestra Señora, con palabras de la liturgia:Recordare, Virgo Mater... Acuérdate, Virgen Madre de Dios, mientras estás en su presencia, ut loquaris pro nobis bona, de decirle cosas buenas en nuestro favor y por nuestras necesidades14.

1 Lc 7, 11-17. — 2 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 166. — 3 Ibídem, 167. — 4 Lc 19, 10. — 5 Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 3. — 6 1 Jn 3, 18. — 7 F. Ocáriz, Amor a Dios, amor a los hombres, Palabra, 4ª ed., Madrid 1979, p. 103. — 8 Cfr. Mt 25, 31-40. — 9Cfr. Mt 25, 41-46. — 10 San Josemaría Escrivá, o. c., 111. — 11 Cfr. F. Ocáriz, o. c., p. 109. — 12 Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemtoris Mater, 25-III-1987, 37. — 13 A. del Portillo, Carta 31-V-1987, n. 30. — 14 Graduale Romanum, Solesmes, Desclée, Tournai 1979. Antífona de la Misa común de la Virgen.

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