V Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Juan 12,20-33: Como el grano de trigo que cae en tierra

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

El itinerario cuaresmal se aproxima a la solemnidad de la Pascua. La metáfora del grano de trigo que cae en tierra y muere y da mucho fruto (cf Juan 12, 20-33) nos ayuda a comprender el sentido y el alcance salvador de la muerte de Jesucristo.  

Él es en persona ese grano de trigo de que nos habla el Evangelio. Su muerte es una muerte fecunda que se convierte en principio de vida para los creyentes. Este dinamismo de muerte y vida, de anonadamiento y de exaltación, lo expresa el autor de la Carta a los Hebreos: Jesucristo, “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna” (5, 8-9).  

La alianza nueva y eterna, que profetiza Jeremías (31, 31-34), ha sido instituida por el sacrificio de Cristo, que devuelve al hombre a la comunión con Dios (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 613). La salvación consiste en esta comunión con Dios. Por el pecado, todos los hombres hemos sido desterrados de la patria de la Alianza. Para hacer posible el retorno a esa patria, el Hijo ha bajado del cielo y nos hace subir allí con Él por medio de su cruz (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 2795). Dios mismo toma la iniciativa. El misterio de la salvación es el misterio del amor del Padre que entrega a su Hijo para nuestro rescate. Es el misterio de la obediencia libre del Hijo que voluntariamente se ofrece a la muerte. Es el misterio del Espíritu Santo, que transforma nuestro corazón para hacerlo semejante al corazón de Cristo.  

La alianza nueva no queda grabada en tablas de piedra, sino en el corazón de los que se dejan atraer por Jesucristo, muerto y resucitado. En torno a Él se realiza la reunión de la familia de Dios, de la Iglesia santa, a la que están convocados todos los hombres de todos los pueblos.  

Nuestra misión, como cristianos, es ser heraldos y testigos de este Reino que se inaugura en la Cruz y que se extiende por el mundo en la medida en que, dejándonos transformar por el Espíritu Santo, nosotros transformemos la sociedad y la historia para construir la civilización del amor: “el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” (Prefacio de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo).  

Los santos son la prueba viva de la eficacia de la Cruz de Cristo, de la fecundidad de ese grano de trigo que cae en tierra y muere. En ellos ha triunfado la Pascua del Señor, la fuerza de la redención. Gracias a los santos parcelas del mundo se transforman, de manera silenciosa, pero real, en paraíso, en ámbito de vida, en jardín donde el hombre puede conversar de nuevo con Dios. ¿No hemos acaso percibido el eco de una humanidad nueva y de un cielo y una tierra nuevos cada vez que en nuestras vidas hemos encontrado el testimonio de un santo? ¿No hemos sospechado que el amor tiene la última y decisiva palabra al contemplar el ejemplo de hombres que se han dejado atraer por la Cruz del Señor?  

La Iglesia entera, y la humanidad en su conjunto, se han conmovido por el testimonio transparente y luminoso de un seguidor del Evangelio como el Papa Juan Pablo II. Cuando nos disponemos a celebrar el primer aniversario de su fallecimiento, algo en nuestro interior nos dice que Dios puede, en verdad, crear corazones puros y poner amor donde no hay amor. Qué el ejemplo del siervo de Dios Juan Pablo II guíe a la Iglesia en el comienzo de este tercer milenio y nos guíe también a nosotros para que no temamos perder nuestra vida en este mundo, sabiendo que “el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna” (Juan 12, 25).