V Domingo de Pascua, Ciclo B

San Juan 15, 1-8: Permanecer y dar fruto

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

“Permaneced en mí y yo en vosotros” (Juan 15, 4) nos dice Jesús. La relación entre el Señor y cada uno de nosotros viene caracterizada en este pasaje del Evangelio por la “permanencia”, por el “estar”, por el “mantenerse”. A nosotros, que vivimos en la cultura de la liviandad, de los compromisos pasajeros, de la continua movilidad, nos resulta difícil comprender el significado de la permanencia. Apenas permanecemos en ningún sitio. En otras épocas, el hombre prácticamente moría donde nacía y asumía compromisos definitivos, inalterables: con su tierra, con su casa, con su familia, con su trabajo. 

Hoy se nos empuja, de algún modo, a lo contrario: al cambio, a la variación. Casi todo lo que conforma nuestra existencia está amenazado por la inestabilidad: el trabajo, que puede perderse; los amigos, que van y vienen; el matrimonio, que no siempre es para toda la vida; el hogar, que puede quebrarse y deshacerse. En la cultura de la liviandad, el terreno firme se escapa debajo de nuestros pies y nos quedamos sin fundamento, sin asidero, sin valores que valgan siempre, sin normas que orienten, sin palabras que mantengan su significado.

La vida religiosa no está exenta de este riesgo; se ve también amenazada por el capricho y por la inconstancia; asediada por la tentación de elegir una “religión a la carta”, donde se escogen, según en propio gusto, las creencias, las formas de culto, los mandamientos que se van a cumplir, sin importar lo que Jesús ha enseñado y lo que la Iglesia, intérprete de la revelación, nos propone con la autoridad recibida de Cristo.

Sin embargo, el plano de la fe es el plano de la permanencia, de la estabilidad. El profeta Isaías recoge unas palabras que tienen una validez permanente: “Si no creéis no tendréis estabilidad” (Isaías 7, 9). Frente al vacío existencial, frente a ese liviano flotar en la nada, la fe exige apoyarse en Dios, fundar en Él el propio ser, edificar sobre la roca firme que es nuestro Dios (cf Isaías 26, 4).

Si contemplamos la vida de Jesucristo veremos como está edificada sobre la solidez de Dios; su existencia es un continuo remitirse al Padre, hasta el punto de poder decir “yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Juan 14, 11). Jesús está en el Padre; vive por el Padre (Juan 6, 57); permanece en el Padre. La relación de permanencia define, pues, la vinculación indisoluble de Jesús con el Padre. Un lazo que no ha podido romper ni siquiera la muerte y un lazo que la Resurrección hace eterno e indestructible.

El Señor quiere establecer con nosotros, por pura gracia, una unión tan sólida e indestructible como la unión que, por naturaleza, tiene Él con el Padre. Es decir, el Señor, el Hijo de Dios, quiere hacer posible nuestra filiación. Esta realidad se lleva a cabo por la incorporación a Cristo, por nuestra permanencia en Él. La metáfora de la vid y los sarmientos ilustra cómo ha de ser esta unión: una unión vital y fecunda, que da fruto abundante.

La Iglesia, el nuevo Israel, la viña del Señor, se edifica sobre la comunión con Jesucristo; una comunión que es obra del Espíritu Santo. El libro de los Hechos de los Apóstoles deja constancia de que la Iglesia “se iba construyendo y progresaba en la fidelidad del Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo” (cf Hechos 9, 26-31). Lo que da estabilidad a la Iglesia es la fidelidad, la permanencia. Ése es el verdadero camino del progreso. La Iglesia no avanza cuando se adapta al imperativo de la moda, a las demandas de los tiempos, sino cuando crece en fidelidad a su Señor.

La fidelidad a Jesucristo se traduce en creer y amar: “éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó” (cf 1 Juan 3, 18-24). En el amor fiel y en la fe se juega la permanencia. Como escribió San Beda: “Ni podemos amarnos unos a otros con rectitud sin la fe en Cristo; ni podemos creer de verdad en el nombre de Jesucristo sin amor fraterno”.

La Eucaristía, sacramento de la Pascua, es el sacramento de la permanencia en el Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. Que el Señor nos conceda, por este sacramento, permanecer unidos a Él para dar fruto en abundancia. Amén.