Domingo VI de Pascua, Ciclo B

San Juan 15, 9-17: “Esto os mando”

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

El Diccionario de la Real Academia Española define el amor, en una de sus acepciones, como el “sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear”. Así entendido, el amor es un sentimiento, un estado afectivo del ánimo.  

Sin embargo, si nos atenemos a la enseñanza de la Escritura, el amor es más que un estado de ánimo. San Juan, en su primera carta, nos dice no solamente que “el amor es de Dios”, sino que “Dios es amor”. El amor no pertenece entonces únicamente a la esfera del sentir, sino a la esfera del ser, de la esencia, de aquello que constituye últimamente la naturaleza de las cosas. Los estados de ánimo son pasajeros; el ser es permanente.  

Jesús, en el Evangelio, pide a los suyos un amor permanente: “permaneced en mi amor”; es decir, sed perseverantes en el amor (cf Juan 15, 9-17). Y el modelo de este amor perseverante es el amor con que el Padre ama a Jesús, y el mismo amor con el que Jesús nos ama. El verdadero amor es, pues, el amor divino, el amor que Dios mismo es. Permanecer en el amor equivale, por consiguiente, a participar en la comunicación de amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Permanecer en el amor es ir más allá de los sentimientos mutables para entrar en el ser eterno de Dios. No podemos amar como Dios ama, sino somos como Dios es, si de algún modo no nos “endiosamos”.  

¿Cómo es posible al hombre amar como Dios ama? ¿Cómo puede el hombre “ser como Dios”? ¿Acaso no era ésa – “ser como Dios” – la promesa seductora del Diablo en el Jardín del Edén? El hombre puede emprender el camino de ser como Dios “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (San Máximo Confesor). Pero este esfuerzo titánico de ser como Dios sin Dios está condenado al fracaso; lleva al temor y a la desconfianza: el hombre comienza a desconfiar de Dios, en quien ve a un rival, y a desconfiar del otro, en quien ve a un enemigo. Cuando el hombre quiere ser como Dios sin Dios, el amor se ve continuamente amenazado y fácilmente se convierte sólo en deseo y en dominio. El amor ya no es entonces lo que une, sino lo que separa. Un amor sin Dios, es un amor contra el hombre; es un amor que ya no es amor.  

Es quizá esta dificultad del amor una de las vías que nos hacen experimentar la necesidad de la redención. Sin Dios, nuestro amor es tan frágil, tan quebradizo, tan inestable, tan poco amor, que nos hace anhelar que Dios mismo lo restaure, lo asuma en sí y lo transforme. Este anhelo se convierte en la Escritura en anuncio. En Jesucristo, el amor de Dios se ha hecho amor humano, redimiendo el amor humano, haciéndolo divino, dándole permanencia, haciéndolo incluso más fuerte que la muerte: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de propiciación por nuestros pecados” (cf 1 Juan 4, 7-10). Dios nos ha amado en Jesucristo, quien dando la vida en la Cruz nos ha convertido de enemigos en amigos: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.  

Este amor de Dios, manifestado en Cristo, se convierte en “nuestro” amor por el envío del Espíritu Santo. El amor no es un mandato exterior, una imposición venida de fuera, sino una ley interior, un mandamiento nuevo que, con la fuerza del Espíritu, pueden cumplir los hombres nuevos, los que viven en Cristo, los que, en Él, son por la gracia hijos del Padre. Por el envío de Jesucristo y del Espíritu Santo el hombre puede “ser como Dios”, y puede amar en conformidad con lo que es; amar como Dios ama.  

La Eucaristía obra esta continua transformación, esta incorporación permanente de nosotros en Dios, esta elección divina que nos destina a dar fruto, cumpliendo el mandato de Jesús: “Esto os mando: que os améis unos a otros”.