XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 10, 17-30: La pregunta de la vida

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

El Evangelio según San Marcos (cf 10, 17-30) narra un encuentro con Jesús. Un joven, de excelentes cualidades, se acerca al Señor y, de rodillas, le formula “la” pregunta de su vida: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. No se conforma este joven con indagar acerca de aspectos marginales de la existencia. No quiere saber cómo labrarse una carrera, cómo ser admirado por los demás, cómo alcanzar el éxito. Quiere saber lo único decisivo: cómo hacer que su vida sea una vida lograda; una vida con sentido, que alcance su meta, su finalidad, su fin. En ello, en saber para qué vivimos, radica la sabiduría; esa sabiduría que Salomón prefería a los cetros y a los tronos, a las piedras preciosas y al oro, a la salud y a la belleza (cf Sabiduría 7, 7-11).  

De algún modo, la pregunta de aquel joven aflora en todo corazón humano cuando se enfrenta a la realidad de la propia vida. El Concilio Vaticano II alude, en la constitución Gaudium et spes, a estos interrogantes más profundos del hombre: “cada vez son más numerosos los que plantean o advierten con una agudeza nueva las cuestiones totalmente fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos, continúan subsistiendo? ¿Para qué aquellas victorias logradas a un precio tan caro? ¿Qué puede el hombre aportar a la sociedad, qué puede esperar de ella? ¿Qué seguirá después de esta vida terrena?” (Gaudium et spes, 10).  

Aquel joven no solamente había despertado estas cuestiones en su interior, sino que había orientado también perfectamente su búsqueda. Para contestarlas, se dirige a la Palabra de Dios, a esa palabra “viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo” (cf Hebreos 4, 12-13). Esa Palabra es Jesucristo, el Verbo encarnado, aquel que sabe juzgar “los deseos e intenciones del corazón”. El Señor acoge con simpatía al joven: “se le quedó mirando con cariño”, anota el evangelista, y le propone, en toda su radicalidad, el seguimiento: “Anda, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres – así tendrás un tesoro en el cielo - , y luego sígueme”. El logro de la propia vida pasaba, para aquel joven, por un compromiso pleno de la propia libertad: renunciar a los propios proyectos para embarcarse en un proyecto nuevo; el proyecto de Dios para él.  

Esta es la decisión de la fe: comprometer la propia libertad, convirtiendo en eje de la existencia la invitación, la vocación, que Dios nos dirige a cada uno personalmente: “Sígueme”. Se trata de una renuncia, pues hay que dejar atrás aquello en lo que fundamentamos nuestra vida, para comenzar a apoyarnos en un Fundamento nuevo, que no es otro que Cristo Nuestro Señor.  

El joven se marchó pesasoro. No quiso renunciar a sus propias seguridades; a su riqueza. El evangelio no nos dice más. No sabemos cuál sería el futuro de ese joven, ni conocemos tampoco el efecto sobre su vida, a largo plazo, de esa mirada de Jesús.  

En este día, 15 de octubre, la Iglesia celebra la fiesta de Santa Teresa de Jesús. Como el joven rico, ella, desde muy pronto, quiso servir a Dios. A los 18 años ingresó en un convento del Carmelo. Pero, también como el joven del Evangelio, no se decidía a entregarse del todo. Durante unos veinte años, escribe en el Libro de su vida, pasó “una de las vidas más penosas que me parece se pueda imaginar; porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme de lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años”.  

El drama de Teresa, como el drama del joven rico, consistía en el contrasentido de querer servir a Dios a medias. Es también muchas veces nuestro drama: queremos estar con Dios y con nuestras riquezas, sean éstas las que sean. Y ese imposible equilibrio, esa escisión interna, nos impide la paz y la alegría del seguimiento. Ya relativamente mayor para aquella época, con más de cuarenta años, Teresa se decide por Jesús; enteramente, totalmente: “Vuestra soy, para vos nací:/ ¿Qué mandáis hacer de mí?”.  

Que esta resolución de Santa Teresa de Jesús nos anime a nosotros a no conformarnos con la mediocridad, con la mera decencia. Dios espera más de nosotros; nos manda ser santos: “sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 48). Puede parecer imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo.  

El Señor Jesús, que miró a aquel joven, que llamó a Teresa por su nombre, viene a nuestro encuentro en su Palabra y en el sacramento de su Cuerpo. En Él está la sabiduría. En Él está la respuesta. Qué Jesús nos dé la gracia de fundar en Él nuestra vida, para que no sea una vida inútil, sino que podamos heredar, porque de Él la recibimos, la vida eterna.