XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 9, 38-43. 45. 47-48: Apertura e intransigencia

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

En Jesús se compaginan la apertura y la intransigencia. No desea que los discípulos sientan celos de quienes, sin pertenecer al grupo inmediato de sus seguidores, hacen buenas obras en su nombre: “El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9,40). Esta actitud del Señor ha sido prefigurada en la actitud de Moisés, que no fue celoso del poder del Espíritu Santo y se alegró de que actuase también fuera del círculo de sus colaboradores más directos: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!” (Nm 11,29). 

No es bueno que en la Iglesia nos dejemos llevar por celos y exclusivismos, despreciando a quienes, siguiendo a Jesús como nosotros, viven de manera diferente, sin menoscabo de la unidad, según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles. Debemos alegrarnos de que el árbol de la vida cristiana sea un árbol frondoso, con múltiples ramas: la vida laical, la vida consagrada, la vida eremítica, la vida religiosa, los diversos institutos seculares, las sociedades de vida apostólica o los llamados “nuevos movimientos”, que el Espíritu Santo no deja de suscitar, deben ser bienvenidos a la gran casa común de la Iglesia. 

Pero incluso fuera de las fronteras visibles de la Iglesia, el Espíritu de Dios comunica la gracia que proviene de Cristo y que fructifica en obras buenas: “Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22). Quizá muchos hombres no están en la Iglesia con el “cuerpo”, pero sí lo están con su “corazón”, dejando que el amor de Dios anide en ellos. 

Pero la apertura de miras con relación al crecimiento del Reino de Dios va unida, en Jesús, a la intransigencia. El Señor no cede, no se presta a componendas, en todo lo que hace referencia a la inducción al mal: “El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar” (Mc 9,42). Con un lenguaje simbólico, pero contundente, pide que apartemos de nosotros las circunstancias que nos conducen al pecado mortal; es decir, a la destrucción de la caridad en nuestro corazón por una infracción grave de la ley de Dios. El pecado nos separa de Dios, de nuestra felicidad, de nuestro auténtico fin. 

Pidamos al Señor que abra nuestras mentes y nuestros corazones a todo lo bello, noble y justo; que nos haga acogedores con relación a los demás, dispuestos a reconocer las maravillas que, en sus vidas, puede obrar la gracia. Pero pidamos también que aleje de nosotros todo lo que nos pueda separar de Él.