La noche del Sabado Santo: La Vigilia Pascual. 

San Mateo 28, 1-10: Ya no muere más

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

En la Carta a los Romanos, San Pablo considera el carácter definitivo de la Resurrección: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más” (cf Rm 6,3-11). Su muerte fue un morir al pecado “de una vez para siempre” y su vivir “es un vivir para Dios”. 

El anuncio luminoso de la Resurrección del Señor constituye el eje central, no sólo de la solemne Vigilia de Pascua, sino de toda la fe cristiana. Como a las mujeres que acuden al sepulcro para embalsamar a Jesús, también a nosotros nos sorprende la capacidad de Dios de obrar lo nuevo, de hacer que de un sepulcro brote la vida definitiva, el vivir para Dios que no acaba, la superación para siempre del dominio de la muerte. 

La luz de la Pascua permite leer de un modo nuevo, e interpretar en su justo significado, la totalidad de las Escrituras. Jesús Vivo es el inicio de la nueva creación, prefigurada en la primera creación de Adán y de Eva. Jesús es el nuevo Isaac, que sigue vivo después del sacrificio de su muerte en la Cruz. Su Pascua es el verdadero paso del Mar Rojo, a través del poder destructor de las aguas. En la Resurrección, Dios recoge a su Hijo, abandonado en la muerte, para darle la vida nueva. 

Pero celebrar la Resurrección de Cristo es celebrar el “propter nos” de la salvación: “Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación…”. Esta finalidad salvadora imprime todos los acontecimientos, todos los misterios, de la vida de Cristo: Su Encarnación en el seno purísimo de la Virgen María, su infancia y su vida oculta, los años de su vida pública anunciando el Reino de Dios, su pasión, su muerte y su gloriosa Resurrección.

Somos nosotros, cada uno de nosotros en primera persona - y es la humanidad y la creación entera - , los destinatarios de su Pascua. Asociados a Cristo por el Bautismo, somos sepultados con Él en la muerte para despertar con Él en la Resurrección; somos absueltos del pecado para vernos libres de su esclavitud y poder vivir y caminar en una vida literalmente nueva. La Eucaristía, presencia permanente del Resucitado en medio de nosotros, nos da la fuerza necesaria para que esa vida estrenada como un regalo que procede de Dios fructifique en nuestra existencia. 

En la Resurrección, y en los sacramentos que brotan de ella, Dios se hace presente en el mundo como un Dios que salva donde no podría esperarse humanamente la salvación. Esa presencia de Dios hace que se ilumine la noche. La luz de la Pascua se nos entrega a cada uno para que, a través de nosotros, siga iluminando el mundo.