I Domingo de Adviento, Ciclo B. 

San Marcos 13, 33-37: El recuerdo y la esperanza

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

En una meditación sobre el Adviento el Card. Ratzinger, hoy Benedicto XVI, escribe que el “Adviento designa justamente la conexión entre memoria y esperanza que el hombre necesita. El Adviento quiere despertar en nosotros el recuerdo propio y el más hondo del corazón: el recuerdo del Dios que se hizo niño. Ese recuerdo sana, ese recuerdo es esperanza” (El resplandor de Dios en nuestro tiempo, 21).

Recordar es traer a la memoria algo. Los profetas, al hacerse portavoces del anhelo del pueblo de Israel por la venida del Mesías, traen a la memoria los beneficios recibidos de Dios: “Jamás oído oyó, ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él. Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. (…) tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero; somos todo obra de tu mano” (cf Is 63-64).

Despertar el recuerdo es actualizar, hacer presente, lo que Dios ha hecho por nosotros. Él nos ha creado, por pura iniciativa suya, por el deseo de comunicarnos, de hacernos partícipes, de su ser, de su sabiduría y de su bondad (cf Catecismo 295). Él nos ha redimido, dándonos a su Hijo, Jesucristo, por el que hemos sido enriquecidos en todo, en el hablar y en el saber (cf 1 Cor 1,3-9). Hemos sido enriquecidos con el don, inesperado e inmerecido, de la filiación divina para llegar a ser “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1,4); para ser hijos en el Hijo; para ser dioses, ya que el Hijo Unigénito de Dios, por nosotros, se hizo hombre.

La actualización de las maravillas que Dios ha obrado en nuestro favor conduce a la acción de gracias. Verdaderamente, como dice San Pablo, no carecemos de ningún don. Y la Iglesia no interrumpe, en consecuencia, esta continua acción de gracias. La Eucaristía es siempre memoria, memoria agradecida, por la Pascua de Cristo, por la obra de la salvación realizada por la vida, muerte y resurrección del Señor.

El recuerdo engendra la esperanza. Dios no se echa atrás, no se arrepiente de su designio de salvación, por el pecado de los hombres: “Estabas airado y nosotros fracasamos: aparta nuestras culpas y seremos salvos”, dice Isaías. Dios perdona, no tiene en cuenta nuestro pecado, salva, con su amor misericordioso, la distancia infinita que nos separa de Él.

Esperar en Dios equivale a estar alerta, despiertos, vigilantes, atentos a la “hora de Dios”, que es el tiempo de su misericordia, de su amor compasivo. El retorno de Cristo, como su primera venida, no debe encontrarnos dormidos, sino preparados para acogerlo.

La Liturgia del Primer Domingo de Adviento nos exhorta a la oración y al compromiso. A la oración; es decir, a invocar el nombre de Dios, a aferrarnos a Él, situando en un segundo plano nuestras seguridades. Y también al compromiso, esforzándonos por corresponder diariamente a nuestra vocación cristiana, que no es otra que la vocación a la santidad.

El recuerdo de la primera venida de Cristo en la Navidad debe alimentar nuestra esperanza en su segunda venida en la gloria. La Eucaristía une ambas dimensiones y nos impulsa a confesar, vigilantes: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!