III Domingo de Adviento, Ciclo B. 

San Juan 1, 6-8. 19-28: Dar testimonio de la Luz

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

“Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz” (Jn 1,6-7). Juan el Bautista no aparece para hablar de sí mismo, para referirse a sí mismo, sino únicamente para anunciar a Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios, Aquel que es “Luz de Luz”. Cuando le preguntan sobre su identidad, Juan contesta negativamente tres veces: “Yo no soy el Cristo”; ni Elías; ni el Profeta semejante a Moisés que Dios había prometido en el Deuteronomio (Dt 34,10). 

La actitud de Juan el Bautista resulta paradigmática para la Iglesia y, en la Iglesia , para cada uno de los cristianos. La salvación no es obra nuestra, no depende de nuestras capacidades para dar una última respuesta a los problemas o preocupaciones que nos acucian. La salvación es un don de Dios o, mejor dicho, la salvación es el mismo Dios que viene a nuestra vida para hacernos partícipes de la suya. La Iglesia , que es sacramento universal de salvación, se sabe continuamente referida a Cristo, su Señor. No existe “para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar, también con su ejemplo, la humildad y la renuncia”, “anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva” (Lumen gentium, 8). 

Si en la Iglesia nos presentásemos a nosotros mismos como salvadores no estaríamos siendo testigos de la Luz. Nuestro testimonio sería ineficaz y hasta contraproducente, pues impediría a quienes buscan encontrar la Luz que es Cristo. La abnegación, la entrega de lo que somos, la disposición a no brillar con nuestra pequeña luz propia, repercutirá en la coherencia y en la veracidad de nuestro testimonio. La grandeza del Bautista radica en su pequeñez. “Yo soy la voz que grita en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’”. 

El Adviento nos invita, pues, a una cura de humildad; a conocer nuestras propias limitaciones y debilidades y a obrar de acuerdo con este conocimiento. Pero esta humildad, que es sumisión y rendimiento ante la majestad de Dios, no es fuente de apocamiento o de postración sino, por el contrario, es fuente de alegría, de oración y de acción de gracias: “Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. En toda ocasión tened la Acción de Gracias” (1 Te 5,16-18). 

El motivo de la alegría es la cercanía de nuestro Dios. Poder vislumbrar su Luz llena nuestro corazón de gozo y de agradecimiento. Y nos impulsa a orar constantemente, para que esa Luz pueda ser contemplada por todos.