VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B. 

San Marcos 1, 40-45: La pureza de Jesús

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

La impureza es lo contrario a la santidad. Acercarse a lo sagrado, participar en el culto o, simplemente, formar parte de la comunidad santa que es el pueblo de Dios exige la pureza. La triste condición de un leproso, como aquel que se acerca a Jesús (cf Mc 1,40-45), no radica tanto en su enfermedad, considerada en sí misma, cuanto en la condición de impuro que ese mal, la lepra, acarreaba consigo. El contacto con lo impuro, con lo sucio, con lo corrompido, contamina e inhabilita para aproximarse a Dios. El leproso era, por ello, algo más que un enfermo; era un maldito; alguien herido por Dios y separado de todos los hombres. Y aquel hombre, consciente de su segregación, no pide a Jesús ser curado, sino que le pide ser purificado: “Si quieres, puedes limpiarme”. 

La actitud de Jesús con relación al leproso revela un cambio de perspectiva. No es el hombre impuro el que puede contaminar a Dios, sino que es Dios el que hace puro al hombre. La pureza que irradia Jesús es la fuerza de la santidad divina; una potencia capaz de limpiar cualquier mancha que ensucie al hombre. Jesús es el Salvador universal y espiritual de todos, que extiende su mano y toca al leproso diciendo: “Quiero: queda limpio”. El gesto físico de tocar al impuro manifiesta que el Señor no emplea sólo el poder de su palabra – que hubiera bastado – sino que también pone en juego su humanidad porque Él quiere salvarnos “no sólo con el poder de su divinidad, sino asimismo mediante el misterio de su encarnación” (STh III 3 ad 2). 

La impureza esencial, de la cual la lepra es como una imagen externa, no puede obtenerse por medios humanos. La verdadera impureza del hombre, lo que en realidad ensucia el mundo, es el pecado y sólo Dios puede purificarlo. Por eso los profetas anunciaban una purificación radical - de los labios, del corazón, de todo el ser – que provendría de Dios: “Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados de todas vuestras impurezas” (Ez 36, 25). Esta promesa divina se ha cumplido. El agua pura derramada sobre nuestra miseria es la Sangre de Cristo; es la entrega del único Hombre que puede ver a Dios sin morir, porque Él es Dios hecho hombre, y que infunde en nuestros corazones la santidad que brota de su Corazón purísimo. 

Como el leproso, si queremos entrar en el Reino debemos acercarnos a Jesús para que Él, con la gracia del Espíritu Santo, transforme nuestro pecado en santidad. A través de la mediación de su Iglesia, como a través de su humanidad santa en su vida terrena, el Señor nos toca con su misericordia en el sacramento de la Penitencia y nos dice: “Yo te absuelvo de tus pecados…”. San Pablo decía que “todo es puro para los puros” (Tit 1,15). Si Dios permanece en nosotros y nosotros en Dios, si todo lo que hacemos lo hacemos “para gloria de Dios” (1 Cor 10,31), nada que venga de fuera podrá mancharnos. Al contrario, con nuestra vida de seguimiento del Señor, nos convertiremos en instrumentos eficaces para que el aire que nos rodea sea más respirable y para hacer que el mundo, en lugar de un estercolero, se parezca un poco más al jardín donde puede pasear Dios.