IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 1, 21-28: No enseñaba como los letrados, sino con autoridad

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

Dios había prometido enviar a su pueblo un profeta semejante a Moisés (cf Dt 18,15-20). Un profeta que hablará en nombre de Dios, que será mediador entre Dios y los hombres. Israel aguardaba a este profeta prometido, que se distinguiría por su enseñanza dotada de autoridad y por el poder de sus milagros. Esta expectativa estaba muy viva en tiempos de Jesús y, muchos, al escucharle o verle obrar se preguntaban si no sería él el profeta anunciado. 

¿Compartimos nosotros esta esperanza de Israel? ¿Deseamos, en el fondo de nuestro corazón, que Dios nos hable, que irrumpa en nuestras vidas, que nos haga llegar su palabra? ¿Estamos dispuestos a acoger lo nuevo, lo que no proviene de nosotros mismos, de nuestros gustos, de nuestros caprichos, de nuestros proyectos, para dejar que Dios nos sorprenda? ¿Deseamos, en definitiva, que Él nos salve, que nos libre del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad? 

Este anhelo de Dios, de la proximidad de Dios, es necesario para acercarnos a la persona de Jesús. Porque Jesús es el profeta esperado que no sólo nos trae las palabras de Dios, sino que nos trae al mismo Dios, ya que Él es el Hijo de Dios, el Verbo encarnado. Dios viene a nosotros en toda su majestad y esplendor, en todo su poder y gloria, pero, para que podamos acercarnos a Él sin ser devorados por el fuego de su santidad, la grandeza divina se presenta cubierta por el velo amable de la humanidad santísima de Jesús. En la humanidad del Redentor se hace visible el Invisible, se puede tocar con las manos al Eterno. Por eso Jesús es el Mediador entre Dios y los hombres; en Él irrumpe en la naturaleza humana la vida de Dios mismo y por Él la naturaleza humana fue elevada hasta Dios. 

La admiración que despierta Jesús con su enseñanza y con sus obras es una invitación a elevar la mirada, a reconocer la presencia y la actuación de Dios en esa autoridad inédita con la que habla y en ese poder desconocido con el que expulsa los espíritus inmundos. “Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado. Invitan a creer en Jesús. Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es el Hijo de Dios. Pero también pueden ser ocasión de escándalo”, nos dice el Catecismo (548). 

¿De dónde proviene el escándalo? Sin duda de la dificultad de aceptar que Dios pueda hacerse tan próximo a nosotros hasta el punto de que, en su Hijo, “trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (Gaudium et spes 22).  

La mediación única de Cristo se manifiesta sacramentalmente, visiblemente, en el mundo a través de la Iglesia. Por medio de ella, Cristo “comunica a todos la verdad y la gracia” (Lumen gentium, 8). Por medio de su Iglesia, la autoridad de su enseñanza y el poder de sus obras siguen hoy despertando la admiración de los que buscan a Dios, de los que anhelan su presencia. Si deseamos que Dios nos hable, que nos haga partícipes de su vida, que enderece los pasos de nuestro camino, debemos acudir a donde Él nos sale al encuentro: a la Iglesia de Cristo; a la enseñanza autorizada de los pastores – del Papa y de los Obispos en comunión con el Papa - ; a la celebración del culto auténtico en la Liturgia; al verdadero gobierno pastoral de los que el Señor ha puesto al frente de su grey.