II Domingo de Navidad

San Juan 1, 1-18: Comprender lo que recibimos

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

El eco de la Natividad del Señor resuena en este segundo domingo después de la Navidad. Jesucristo es la Sabiduría y la Palabra del Padre que “se hizo carne y acampó entre nosotros” (cf Jn 1,1-18). Dios ha querido compartir nuestro destino para iluminar nuestras vidas. Y esa Luz que proviene de Dios es Jesucristo, el Verbo encarnado, que nos da la posibilidad de ser hijos adoptivos de Dios por la gracia. 

Es importante que comprendamos el don que hemos recibido. Sería insensato ser destinatarios de un gran beneficio y no pararnos a considerar su alcance y su significado. Puede sucedernos que, de tanto oír que Dios nos ha destinado a ser sus hijos, no nos percatemos de la maravillosa dignidad de esta condición, de su absoluta gratuidad, de la medida infinita en la que sobrepasa cualquier derecho o cualquier aspiración humana.

Nada hemos hecho para merecer ser elevados al estado de hijos de Dios. Como indica San Pablo en la Carta a los Efesios, las bendiciones que contiene el designio salvífico de Dios brotan de la iniciativa libre y gratuita del Padre. Él “nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef 1,3-6). 

San Pablo pide para los cristianos de Éfeso que Dios les dé “espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo” y que ilumine los ojos de su corazón para que comprendan cuál es la esperanza a la que son llamados y cuál la riqueza de gloria que Dios da en herencia a los santos (cf Ef 1, 17-18). Podemos hacer nuestra esta oración de San Pablo, rogando al Espíritu Santo que nos ilumine para profundizar en el misterio de Cristo y en el misterio de nuestra filiación adoptiva. 

Avanzar en la comprensión del misterio de Cristo es progresar en el conocimiento de nuestra propia dignidad y de nuestra última vocación. No somos, simplemente, animales evolucionados. No estamos en el mundo sólo para comer, crecer, reproducirnos y morir. Nuestra dignidad no proviene, últimamente, de que el Derecho de una nación nos reconozca como ciudadanos libres.  

Somos todo eso, quizá, pero somos más que eso. Somos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, herederos del cielo. Si borramos de nuestra mente esta dimensión divina que nos define estaríamos traicionando a Dios, recusando su plan de salvación, pero a la vez nos estaríamos traicionando a nosotros mismos, resignándonos a vivir por debajo de lo que somos. 

La condición de hijos de Dios tiene consecuencias para nuestra vida. La primera de todas es la alegría; una alegría unida a la gratitud sin límites. Y la segunda condición que se impone es tratar de vivir, de actuar, en conformidad con lo que somos, yendo más allá de las perspectivas puramente terrenas y materiales para vislumbrar, ya ahora, lo espiritual y lo eterno.