II Domingo despues de Navidad

San Juan 1,1-18

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

El segundo domingo después de Navidad constituye un eco de la solemnidad del Nacimiento del Señor. El eco es la resonancia o la repercusión de una noticia o de un suceso. La noticia que resuena en este día es la Buena Noticia de la Encarnación del Hijo de Dios: “Un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, tu Palabra todopoderosa, Señor, vino desde el trono real de los cielos” (cf Sab 18,14-15). 

La Liturgia nos invita así a adentrarnos en lo invisible, en la profundidad del misterio de Dios hecho hombre. Cristo es la Sabiduría y la Palabra del Padre, enviado a plantar su tienda en medio de nosotros, para que podamos llegar a ser hijos de Dios. No sólo es la Sabiduría, imagen de la Ley de Moisés, sino una Persona, la Palabra que es “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero”: “Esta persona divina se ha encarnado verdaderamente. De este modo, agora disponemos, para orientar nuestra vida, no sólo de una ley, de una institución, sino de una persona que se ha encarnado y ha asumido una naturaleza como la nuestra” (A. Vanhoye). 

A la pregunta de por qué el Verbo se hizo carne, el Catecismo responde con cuatro motivos: El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios, borrando nuestros pecados. Se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios. Se encarnó para ser nuestro modelo de santidad; el Camino, la Verdad y la Vida. Se encarnó para hacernos partícipes de su naturaleza divina: “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (San Ireneo de Lyon). 

Se hizo hombre para que “hiciera dioses a los hombres”, escribe Santo Tomás de Aquino. En la Carta a los Efesios, San Pablo resume las bendiciones que contiene el designio salvador de Dios. Necesitamos, también nosotros, que Dios ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos (cf Ef 1,18). 

Al escuchar, en el silencio de la oración, este eco de la Buena Noticia debemos, más intensamente, reconocer la cercanía de Dios en Jesucristo. El Papa Benedicto XVI se preguntaba en su libro Jesús de Nazaret: “¿qué ha traído Jesús realmente […] ¿Qué ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. […] el Dios que sólo había mostrado su rostro en Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos; ese Dios, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios verdadero, Él lo ha traído a los pueblos de la tierra”. 

Trayéndonos a Dios, Jesús nos indica el camino de la verdad, que conduce a la vida de la gloria: “Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor” (Benedicto XVI). 

Qué el Señor, por la eficacia de su Nacimiento, nos purifique de nuestros pecados y dilate nuestro espíritu para que deseemos a Dios por encima de todas las cosas; a Dios que es nuestra Verdad y nuestro Bien.