III Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

San Lucas 1-1-4; 4, 14-21: Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

Jesús se presenta en la sinagoga de Nazaret como el Evangelio de Dios: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4,21); se cumple
la profecía que anunciaba la llegada del Señor para librar al pueblo de sus aflicciones. Jesús es el Ungido por el Espíritu Santo para
evangelizar a los pobres, para anunciar la redención, para devolver la vista, para liberar a los oprimidos.

La palabra “evangelio” la empleaban los emperadores romanos, que se consideraban salvadores del mundo. Las proclamas que procedían del
emperador se llamaban “evangelios”, mensajes de salvación que transformaban el mundo hacia el bien. Con Jesús acontece realmente lo
que los emperadores, en vano, pretendían. Con Él Dios – el Dios verdadero – se hace presente en el mundo para salvarlo y transformarlo: “No son los emperadores los que pueden salvar al mundo, sino Dios” (Benedicto XVI).

Mediante las palabras y los hechos, Jesús hace presente al Padre entre los hombres. Con frecuencia, nuestras palabras y nuestros hechos se
sitúan en coordenadas diferentes. Podemos decir una cosa y hacer otra, porque nuestra coherencia no es perfecta. En Jesús no encontramos esta
ruptura, esta disociación. En Él hay plena unidad, plena identidad, entre el decir, el actuar y el ser. Jesús habla las palabras de Dios y
obra las acciones de Dios porque Él es Dios, el Hijo de Dios hecho hombre.

Jesús no es simplemente un mensajero que se hace portador de una noticia que viene de otro. Él es, en persona, el mensajero y el
mensaje, el Maestro y la enseñanza; la Buena Noticia que irrumpe en el mundo y en nuestra vida para renovarlos, para salvarlos. Así fue
anunciado su nacimiento por el ángel a los pastores: “Mirad que vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os
ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor” (Lc 210-11).

Aprender su doctrina es conocerlo a Él, contemplarlo a Él. “Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él”, anota San Lucas (4,20). Ésta
debe ser también nuestra actitud: fijar los ojos en Jesús. Para aceptar ese anuncio de alegría, para abrirnos a la realidad de
Jesucristo, necesitamos mirarlo y así maravillarnos de su compasión.
Mirarlo mientras proclama: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20). Sorprendernos de cómo acoge a los más
pequeños: “El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe” (Lc 9,48). Alegrarnos de su oferta de misericordia cuando dice: “habrá en
el cielo más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15,7).

Los que se saben pobres y necesitados, los que ansían la salvación, el sentido para sus vidas y la esperanza, son los mejor dispuestos para
fijar sus ojos en Jesús. Sólo la suficiencia desdeñosa, el desprecio o la ligereza de empeñarse en vivir sin fundamento cierran el corazón de
los hombres al Evangelio. Con la ayuda de la gracia, esa mirada puesta en Cristo nos llevará a creer, a creer con mayor hondura, sin dejarnos
cegar “por el dios de este mundo” para ver “resplandecer el Evangelio de la gloria de Cristo” (2 Cor 4,4).

El modelo insuperable de contemplación de Cristo lo encontramos en María: “su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se
apartará jamás de Él” (Juan Pablo II).