VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

San Lucas 6,17.20-26: La bendición, la confianza y la dicha

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

La confianza es la esperanza firme que se tiene en algo o en alguien. Para vivir, para actuar, para desarrollarnos como personas, necesitamos la confianza: en nosotros mismos, en los demás y, sobre todo, en Dios. La Escritura llama “bendito” - es decir, beneficiado por la generosidad divina – “a quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza” (cf Jr 17,5-8). La vida de quien confía en Dios no será una vida estéril, sino fecunda, con la fecundidad de un árbol que echa raíces junto a un río, que no se seca en el verano y que da frutos incluso en tiempo de sequía.

 

Preguntarnos sobre qué depositamos nuestra confianza es lo mismo que interrogarnos sobre qué buscamos para ser felices. Y todo ser humano desea ser feliz, ya que Dios ha sembrado ese anhelo en nuestro corazón. En la Sagrada Escritura se considera “dichoso” al que tiene temor de Dios: será poderoso, bendecido, tendrá numerosos hijos, le irá bien en la vida. Todos esos dones, que hacen dichosa la existencia, tienen su fuente en Dios. Pero lo que, en el fondo, hace feliz al hombre es Dios mismo, no sólo lo que Dios da. Quien tiene a Dios, lo tiene todo y puede vivir una confianza sin límites.

 

Dios nos ha dado todo, porque nos ha dado a su Hijo, Jesucristo, y ha infundido en nuestros corazones el Espíritu Santo. La dicha, la bienaventuranza, la felicidad para el hombre, es Jesús. Consiste en conocer, amar y seguir a Jesús. En saber que Él nunca nos abandona, ni en las circunstancias humanamente más adversas que podamos padecer. Los pobres, los hambrientos, los que lloran, los que son perseguidos son dichosos no por la pobreza, por el hambre, por el llanto o por la persecución, consideradas en sí mismas, sino en la medida que dejan que Jesús entre en sus vidas para transformar la pobreza en posesión de su Reino, el hambre en saciedad, el llanto en risa, la persecución en recompensa.

 

Sin Jesús, sin esa proximidad de Dios a cada uno de nosotros, los bienes más preciados son, a fin de cuentas, inútiles: la riqueza pasa a ser el único consuelo de los ricos, la saciedad no puede colmar el hambre, la risa se convierte en duelo y la fama recubre la falsedad de la existencia. El itinerario que lleva a la felicidad es un camino de identificación con Jesús, con la caridad de Jesús, buscando, por encima de todo, el amor de Dios.

 

San Ambrosio de Milán veía en las cuatro bienaventuranzas que recoge San Lucas (cf Lc 6,17-26) las cuatro virtudes cardinales – la templanza, la justicia, la prudencia y la fortaleza – que, a su vez, producen otras virtudes. La pobreza equivale a la templanza, a la sobriedad, a no dejarse dominar por los placeres o por la atracción de los bienes creados. El llanto lo identifica con la prudencia, que busca el verdadero bien y por eso “llora lo de todos los días y busca las cosas que son eternas”. La fortaleza se encuentra en padecer la persecución y el desprecio a causa de la fe. Y la justicia la ve reflejada en aquellos que padecen hambre: “ ‘Bienaventurados los que tenéis hambre’. He ahí la justicia; pues el que tiene hambre se compadece del que la tiene; compadeciéndose de él, le favorece; favoreciéndole, se hace justo, y su justicia permanece eternamente”.

 

San Ambrosio señala el dinamismo de esta bienaventuranza, reflejo del dinamismo de la caridad de Jesús: El que tiene hambre se compadece del que también está hambriento y procura favorecerlo. Y de esta manera se hace justo, porque la justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.

Dios se ha compadecido de nuestra hambre, de nuestra miseria, y ha manifestado su justicia, su bendición, en Jesucristo Crucificado. El arte cristiano de la Antigüedad representa, en los mosaicos o en las pinturas, a Cristo bendiciendo. Fue este gesto, la bendición, el último gesto visible de Jesús en la tierra: “Los sacó [a los discípulos] hasta cerca de Betania y levantando su mano los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse en el cielo” (Lc 24,50-51).

 

La dicha y la confianza tienen su razón de ser en esta bendición de Cristo. Como los discípulos, también nosotros, destinatarios de esta bendición, adoramos a Jesús y nos llenamos de gran alegría.