I Domingo de Cuaresma, Ciclo C.

San Lucas 4,1-13: No nos dejes caer en la tentación

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

Jesús, el Ungido por el Espíritu Santo, inaugura, en su bautismo, su misión de Siervo doliente. Se deja conducir por el Espíritu Santo, “que lo fue llevando por el desierto” (Lc 4,1) y, a la vez, se deja tentar por el diablo. Jesús, que permitió ser contado entre los pecadores, quiere afrontar también el combate contra la tentación. Como leemos en la Carta a los Hebreos: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado” (Hb 4,15). 

Cada uno de nosotros podemos ver reflejada nuestra propia vida en la vida del Señor. Por el sacramento del Bautismo hemos sido hechos templos del Espíritu Santo, quien, si no ponemos obstáculos, nos guía con suavidad y firmeza en el camino del seguimiento de Cristo. Un camino de obediencia, de confianza, de fe en la bondad de Dios, porque “nadie que cree en Él quedará defraudado” (cf Rm 10,11).  

Como a Jesús, también a nosotros el diablo nos tienta. Quiere poner a prueba nuestra condición de hijos de Dios, quiere sembrar en nuestra alma la desconfianza hacia Dios y busca, para ello, las ocasiones de mayor debilidad, como buscó el momento en el que Jesús, después de un ayuno prolongado, “sintió hambre”. La debilidad, la vulnerabilidad, es una característica de nuestra condición humana que se manifiesta con múltiples rostros: el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, las fragilidades inherentes a la vida y la concupiscencia, la inclinación al pecado. 

¡Cuántas veces, probados por el sufrimiento, experimentamos la tentación de pensar que Dios se ha olvidado de nosotros! Y, razonando con una lógica de desobediencia, tendemos, incluso, a sospechar que es Dios mismo el autor de los males que nos afligen: ¿Por qué, Señor, si Tú existes, si Tú eres bueno, si Tú eres Padre, tengo que padecer el dolor?  Necesitamos la ayuda del Espíritu Santo para saber discernir, para separar lo que no debe ser confundido: la prueba y la tentación. La prueba, la dificultad, nos hace crecer interiormente, nos ayuda a abandonarnos en manos de Dios, como Cristo paciente se abandona en manos de su Padre en la Cruz. La tentación, sin embargo, si sucumbimos ante ella, nos conduce al pecado y a la muerte. 

San Ambrosio explica que “el diablo emplea tres armas para herir el alma del hombre: la gula, la vanagloria y la ambición”. La gula es la sensualidad, el materialismo, la comodidad; el excesivo apego a los placeres y a los bienes de la tierra: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos” (cf Is 22,13), como si el comer y el beber fuese el máximo bien al que puede aspirar el hombre. Jesús, frente a unas piedras que se ofrecen como panes, recuerda la primacía de Dios: “No sólo de pan vive el hombre”. 

La segunda arma es la ambición, el afán inmoderado de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama: “todo será tuyo”, promete falsamente el diablo. La adoración y el culto a Dios previene contra esta idolatría de vender el alma por la fascinación ciega de querer, a cualquier precio, tener más o aparentar ser más importantes. 

La vanagloria, la jactancia del propio valer u obrar, es la tercera de las armas. Benedicto XVI advierte frente a este afán de llamar la atención, de buscar presuntuosamente nuestra gloria en lugar de la gloria de Dios: “Si al cumplir una buena acción no tenemos como finalidad la gloria de Dios y el verdadero bien de nuestros hermanos, sino que más bien aspiramos a satisfacer un interés personal o simplemente a obtener la aprobación de los demás, nos situamos fuera de la óptica evangélica. En la sociedad moderna de la imagen hay que estar muy atentos, ya que esta tentación se plantea continuamente”. 

Jesús quiso afrontar la lucha de la tentación para mostrarnos que es posible vencerla. No con nuestras solas fuerzas, pero sí con la ayuda de la oración: “Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador desde el principio y en el último combate de su agonía” (Catecismo 2849). Cuando pedimos, en el “Padre nuestro”, “no nos dejes caer en la tentación” Cristo nos une a su combate y a su agonía.