Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.
San Lucas 22, 14-23, 56:
Las aclamaciones y el silencio

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

Jesús entra gloriosamente en Jerusalén, cumpliendo un oráculo profético de Zacarías: “Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey, montado en un asno, en un pollino hijo de asna” (Za 9,9). Los discípulos, entusiasmados por todos los milagros que habían visto, lo aclamaban: “¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!” (Lc 19,38). Jesús no reprime a los suyos, porque es tan evidente su condición de Mesías que, si no la reconocieran los hombres, gritarían las piedras.

 

En la celebración litúrgica del Domingo de Ramos podemos sentirnos miembros de esa muchedumbre que aclamaba a Cristo, al Rey de la gloria. También nosotros, como enseñaba Benedicto XVI, “hemos visto y vemos todavía ahora los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da a hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la mentira para difundir en el mundo la verdad; cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad”.

 

Algunos fariseos le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. “Es admirable la locura de los envidiosos- comenta Beda - . Aquel a quien no dudan que debe llamarse maestro, porque conocían que enseñaba verdaderas doctrinas, creen que, como si ellos fueran más sabios, debe reprender a sus discípulos”. También hoy se pueden percibir las voces de los envidiosos, de aquellos que quieren silenciar los prodigios de Cristo y las palabras de sus discípulos. Una parte del mundo nos invita a callar, a no decir que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida, a ocultar que Él es el Rey del universo, que posee la autoridad de la verdad, la autoridad de Dios.

 

Las aclamaciones del Domingo de Ramos contrastan con el silencio del Viernes Santo. Una vez crucificado el Señor, los suyos callaron, por miedo: “Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando” (Lc 23,49). No era fácil entonar cantos de júbilo cuando el Rey y Mesías pendía, exánime, en la Cruz. Se podría pensar que los envidiosos habían logrado su propósito: silenciar definitivamente a Jesús, aniquilar sus prodigios, enmudecer y mantener a distancia a sus discípulos. Todo el poder del mundo se descargó contra Jesús, acusado de sedicioso y de blasfemo. Toda la maldad del mundo se disparó en forma de golpes y de salivazos. Todas las palabras del mundo se convirtieron en insultos. Pero Jesús, con su mansedumbre, revela la lealtad de la misericordia de Dios: “Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado” (Is 50,7).

 

“¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria” (Sal 24). El que llama a la puerta del santuario es Jesús. Llama con el madero de su cruz, con la fuerza de su amor. Llama desde el lado del mundo a la puerta de Dios: “Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre Dios y los hombres. Ahora ya está abierta. Pero también desde el otro lado, el Señor llama con su cruz, a las puertas de nuestro corazón, que con tanta frecuencia y en tan gran número están cerradas para Dios”, y nos dice: “mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que personalmente padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí, tu Señor y tu Dios” (Benedicto XVI).

 

Que esta Semana Santa sea para todos nosotros el momento de abrir a Jesús las puertas de nuestro corazón. Que se alcen los dinteles de nuestro miedo, de nuestra mediocridad, de nuestra lejanía para que pueda entrar en nuestra existencia el Rey de la Gloria.