Jueves Santo en la Cena del Señor.
San Juan 13, 1-15:
El servicio de Cristo

Autor: Padre Guillermo Juan Morado

 

 

La Misa Vespertina de la Cena del Señor, en la tarde del Jueves Santo, nos introduce en la dinámica de la Pascua, del “paso” de Jesús al Padre a través de su muerte y resurrección: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección, él nos ha salvado y libertado” (cf 6,14). 

La Pasión es el mayor servicio de Cristo al Padre y a los hombres, un servicio digno de ser imitado por sus seguidores. “Servir” es obsequiar a alguien, o hacer algo en su favor, beneficio o utilidad. Cristo es el Siervo por excelencia, por su obediencia al Padre y por su entrega en favor de los hombres.

La víspera de su Pasión, el Señor instituyó el sacramento de la Eucaristía. Esta institución responde a una triple finalidad: Cristo nos dejó una prenda de su amor, un signo de su presencia entre nosotros y una participación en su Pascua. 

Su amor es el amor más grande; es el amor que no retrocede ante la muerte; es el amor que se entrega: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. El amor de Jesús se traduce en “anonadamiento”, en un “hacerse nada”. En la escena que relata San Juan, del lavatorio de los pies, se pone de manifiesto, como dice San Agustín, que “dejó sus vestiduras el que siendo Dios se anonadó a sí mismo. Se ciñó con una toalla el que recibió forma de siervo. Echó agua en la jofaina para lavar los pies de sus discípulos, el que derramó su sangre para lavar con ellas las manchas del pecado […] Toda su pasión tenía que servir para purificarnos”. 

La Eucaristía es un signo de su presencia, de la presencia de Aquel que ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo. Y es, asimismo, una participación en su Pascua. La Pascua nueva, el paso del Jesús al Padre, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo. 

Con la Eucaristía, Cristo instituye el sacramento del Orden: “Haced esto en memoria mía”. El sacramento del Orden es el sacramento del servicio. El ministro ordenado es aquel cuya tarea consiste “en servir en nombre y en representación de Cristo-Cabeza en medio de la comunidad” (Catecismo 1591). Este servicio se ejerce mediante la enseñanza, el culto divino y el gobierno pastoral. Sin ministerio ordenado – sin obispos, presbíteros y diáconos – no hay Iglesia. De ahí la necesidad de orar, no sólo para que el Señor envíe obreros a su mies, sino también para que aquellos que han sido llamados a este ministerio correspondan, con toda su vida, a la dignidad de su vocación: “es preciso, decía San Gregorio Nacianceno, purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios apara acercarle a los demás, ser santificado para santificar”. 

Y, junto a la Eucaristía y el sacerdocio, el Señor nos dio el “mandamiento nuevo”. El mandamiento del amor y del servicio. Cristo, lavando los pies de los suyos, los purifica. También nosotros debemos lavarnos los pies unos a otros. San Agustín vinculaba este compromiso con la confesión de los propios pecados: “confesémonos mutuamente nuestros pecados; perdonémonos los unos las faltas de los otros; oremos mutuamente para que nos sean perdonados, y así mutuamente nos lavemos los pies”. 

Lo propio de los hermanos no es acusarse, sino reconocer nuestra miseria. Ejercitando el perdón y la ayuda fraterna.