VI Domingo de Pascua, Ciclo C.
San Juan 14, 23-29: La morada de DiosAutor: Padre Guillermo Juan Morado
La
relación de Dios con nosotros no constituye un vínculo puramente exterior, sino
que se trata de una unión interior. Sin perder su trascendencia y sin anular
nuestro ser de criaturas, Dios mismo quiere habitar en nuestro corazón: “El que
me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a Él y haremos
morada en él” (Jn 14,23).
El
Espíritu Santo, que une al Padre y al Hijo, nos une también a nosotros con
Cristo y, de este modo, nos hace hijos del Padre. Los santos han sido
conscientes de esta inhabitación de la Trinidad en el alma: “Ha sido el hermoso
sueño que ha iluminado toda mi vida, convirtiéndola en un paraíso anticipado”,
escribía la Beata Isabel de la Trinidad.
El
Espíritu Santo es ese principio interior que siembra en nosotros el amor a
Cristo, que nos recuerda constantemente su enseñanza y que nos da la fuerza para
cumplirla: “Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la escucha de su
Palabra, sin inquietud ni temor, teniendo en el corazón la paz que Jesús nos
dejó y que el mundo no puede dar” (Benedicto XVI).
Uniéndonos a Cristo y haciéndonos hijos del Padre, el Espíritu Santo nos
transforma en hermanos, en miembros de la familia de Dios, que es la Iglesia. El
libro del Apocalipsis describe a la Iglesia, en su consumación final, como la
ciudad santa, la Jerusalén celeste envuelta en la gloria de Dios. Una ciudad que
no necesita “sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y
su lámpara es el Cordero” (Apo 21,23). Cada uno de nosotros estamos llamados a
ser, por la caridad, piedras vivas de esa morada de Dios con los hombres.
Al
celebrar la Eucaristía nos unimos “de la manera más perfecta al culto de la
Iglesia del cielo” (LG 50). El Espíritu Santo nos congrega para recordar las
palabras del Señor, para dar gracias y alabar al Padre, y para hacer presente el
sacrificio de la Pascua. En esta familia de Dios está presente la Madre, la
Virgen María. Ella permaneció junto a los apóstoles y los primeros discípulos a
la espera de Pentecostés y nos acompaña también a nosotros.
María es
modelo de la Iglesia por su oración admirable y por su obediencia a la voz del
Espíritu Santo. La Virgen es el “Sagrario del Espíritu Santo”, la mansión
estable del Espíritu de Dios. Así como el Espíritu habita en María, habita
también en la Iglesia, que es su templo: “Porque allí donde está la Iglesia,
allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios,
está la Iglesia y toda gracia” (San Ireneo de Lyon).
En la
cercanía de Pentecostés, invocamos al Espíritu Santo: “Entra hasta el fondo del
alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por
dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento”.
Como
María, estamos llamados a secundar los deseos del Espíritu Santo y a cumplir la
ley nueva del amor para que Dios more en nuestras vidas.