Solemnidad. El Sagrado Corazón de Jesús, Ciclo C
San Lucas 15, 3-7

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a reconocer la magnitud del amor de Dios a los hombres; un amor manifestado en Cristo. De todas las “definiciones” que nos proporciona la Escritura sobre Dios, la más profunda es, seguramente, la del apóstol San Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16). Dios es, a la vez, plena autoposesión y plena donación; su perfección se identifica con su amor. 

Dios es el amor, la donación, la entrega recíproca del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. En Dios, el amor une y distingue. La esencia divina es el amor, pero ese amor, siendo único, es amor paternal en el Padre, amor filial en el Hijo, amor de comunión en el Espíritu Santo. 

El amor de Dios no ha permanecido oculto ni ha querido contenerse en la esfera intra-divina, sino que se ha desbordado en la creación y en la historia. Dios, movido por su celo, nos busca a cada uno como el pastor sigue el rastro de sus ovejas. Nos busca para librarnos de la dispersión y de la oscuridad, para apacentarnos como es debido (cf Ez 34, 11-16).  

Como ha expresado el Papa Benedicto XVI, “Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada” (11.6.2010). 

En la Cruz de su Hijo, Dios nos ha dado “la prueba” de su amor: “Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Rm 5, 8). Por amor, Dios llega literalmente hasta la muerte para vencer, asumiéndola, esa última limitación, para darnos vida y vida en abundancia. 

Con amor sincero – dice la Liturgia –  Cristo “se entregó por nosotros, y elevado sobre la cruz hizo que de su corazón traspasado brotaran, con el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia; para que así, acercándose al corazón abierto del Salvador, todos puedan beber con gozo de la fuente de la salvación”. 

En el Corazón del Verbo encarnado el amor de Dios, sin perder su universalidad, se hace concreto. Sin dejar de ser divino, se hace humano. Sin dejar de ser el corazón de Dios, se hace el corazón del Hombre. Dios “nos ha amado a todos con un corazón humano” (Catecismo 478). Un corazón sacerdotal, mediador entre Dios y los hombres, que une, para siempre, el amor intra-divino y el amor desbordado. 

Un corazón vivo, del que brotan los sacramentos que construyen la Iglesia, a través de los cuales se difunde la vida nueva que el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, hace nacer en nosotros. Esta vida nueva, este amor que al entrar en nuestro interior se hace también nuestro, es un amor que salva, que perdona, que causa la alegría del reencuentro con Dios. 

Que en la Eucaristía este amor de Dios encienda en nosotros el fuego de la caridad para, como pedimos en la oración después de la comunión, nos unamos más a Cristo y estemos dispuestos a reconocerle presente en los hermanos.