XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 7, 36-8, 3: Amor y perdónAutor: Padre Guillermo Juan Morado
Jesús
no es solamente un maestro, ni solamente un profeta. Jesús es el Hijo de Dios
hecho hombre. En Él, en toda su figura, en sus palabras y en sus obras, nos sale
al encuentro el amor de Dios; un amor siempre dispuesto a la misericordia y al
perdón. San Pablo se dejó atraer por el amor de Cristo hasta el punto de decir:
“Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en
mí”, “vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Ga
2, 20).
San
Pablo describe de este modo la experiencia de la fe y del Bautismo. Por la fe,
nos adherimos a Cristo y así Él vive en nosotros y nosotros en Él. En el
Bautismo, explicaba Benedicto XVI a propósito de estas palabras de San Pablo, “se
me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues,
está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la
inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia”
(15.IV.2006).
La existencia nueva que la adhesión a Cristo hace posible
implica una lucha continua contra el pecado, que es lo único que nos puede
separar de Él, y que, separándonos de Él, acorta las perspectivas de nuestra
vida, nos reduce al horizonte estrecho de un yo egoísta.
El movimiento de conversión tiene como principal motor el
amor a Dios. La mujer pecadora que va al encuentro de Jesús se deja mover por el
amor. El relato de San Lucas abunda en verbos, que expresan las acciones que el
amor suscita en aquella mujer: se entera de donde está Jesús, va a la casa de un
fariseo con un frasco de perfume, se coloca junto a los pies del Señor, llora,
riega los pies de Jesús con sus lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los cubre
de besos, los unge con el perfume… (cf Lc
7,36-8,3).
La mujer va más allá que el rey David. El profeta Natán,
con sus palabras, pone a David ante su pecado: Había matado a Urías para
quedarse con su mujer. Y, ante la consideración de la fealdad del pecado, David
reconoce su culpa: “He pecado contra el Señor” (cf 2
S 12,7-10.13).
De algún modo, podemos ver reflejada en la conducta de la
mujer y en la de David la actitud de la contrición, que es uno de los actos que
integran el sacramento de la Penitencia. La contrición, nos dice el Concilio de
Trento, es “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la
resolución de no volver a pecar”. Si es imperfecta; es decir, si nace del
reconocimiento de la maldad del pecado o del temor a la condenación, no es
suficiente para obtener el perdón, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de
la Penitencia.
En cambio, la contrición perfecta, que brota del amor de
Dios amado sobre todas las cosas, perdona por sí misma las faltas veniales y
también los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan
pronto como sea posible a la confesión sacramental (cf
Catecismo 1541-1543).
Podemos reconocer en la doctrina de la Iglesia la singular ecuación que formula
Jesús: “sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al
que poco se le perdona, poco ama”. A quien mucho ama, mucho se le perdona; y al
revés, a quien mucho se le perdona, mucho ama.
Cada uno de nosotros está llamado a verificar en la propia
vida la relación que vincula amor y perdón. Vayamos, como la mujer pecadora, al
encuentro de Jesús. Entremos en la casa donde Él mora. Esa casa ya no es la casa
del fariseo, sino la Iglesia, cuyas puertas del perdón están siempre abiertas
para cualquiera que vuela del pecado. Como decía San Agustín, que tanto supo de
amor y de perdón: “En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta
por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado” (Sermo
214,11).