XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
San Lucas 9, 18-24:
El Primogénito traspasado

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

“Me mirarán a mí, a quien traspasaron”, dice el profeta Zacarías. Jesús, en la Cruz, es la fuente de la gracia y de la clemencia (cf Za 12,10-11;13,1). Esta imagen del Mesías, traspasado por la lanza que abrió su costado, nos habla de la misericordia de Dios, de su clemencia con Israel, con todos los hombres y, particularmente, con los pecadores. 

La misión y la identidad de Jesús no pueden ser comprendidas prescindiendo de su pasión y de su muerte. Él no es sólo un profeta, alguien que habla de parte de Dios: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Lc 9,22). Su misión pasa por la cruz. Quien quiera seguirle no puede esperar algo muy diferente a la cruz: “la Cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que carguen con ella” (Camino 277).

 

El Señor consuma en la cruz su sacrificio, el amor hasta el extremo (cf Jn 13, 1). Sólo Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, podía cargar sobre sí los pecados de todos y ofrecerse en sacrificio por todos. Pero nosotros no quedamos al margen de esta ofrenda. Él se ha unido, por su Encarnación, a cada uno de nosotros. Y, en consecuencia, también nosotros podemos, tomando nuestras propias cruces, “seguirle”, uniendo nuestros pequeños sacrificios al suyo, ofreciendo nuestras espaldas para cargar con el peso infinito del desamor y de la rebeldía y, de este modo, transformarlo, porque Él lo transforma, en entrega y obediencia.

 

“Jesús reemplaza nuestra desobediencia con su obediencia”, dice el Catecismo (n 615). El Siervo doliente se dio a sí mismo en expiación, satisfaciendo al Padre por nuestros pecados. No es el Padre quien se “complace” con nuestra sangre. Al Padre le basta – porque en eso consiste nuestro bien - la obediencia, el reconocimiento justo de su paternidad y de nuestra filiación. Somos nosotros, en la medida en que edificamos nuestra vida sobre la desobediencia a Dios, los responsables de que la obediencia cueste sangre.

 

La Liturgia proclama, en el prefacio I de la Pasión del Señor, que en la pasión salvadora de Cristo “el universo aprende a proclamar tu grandeza [la grandeza de Dios] y, por la fuerza de la cruz, el mundo es juzgado como reo y el Crucificado exaltado como juez poderoso”.

 

El “mundo” es “reo”; es decir, ha cometido culpa y merece castigo. Pero el Crucificado es quien puede hacer justicia. ¿Cuál es la culpa del mundo? Consiste en pretender “ser” sin Dios, o contra Dios, o prescindiendo de Dios. Y, sin Dios, no somos. Sin Dios, el mundo es el escenario de las pasiones crueles, de los egoísmos ciegos, de las acciones y de las omisiones que ejecutan, sin misericordia, a los inocentes y a los justos.

 

El “Mesías traspasado” invierte la lógica del mundo. Dice “Dios”, donde no se puede decir “Dios”. Dice “hombre”, donde esta palabra está silenciada. Dice “amor”, donde el amor no cuenta. Dice “confianza” donde pretende reinar la sospecha.

 

Y así, con la fuerza de la Cruz, con la potencia del amor que responde al Amor, el mundo se renueva. Ya no somos, si entramos en esta dinámica, “distintos” – opuestos, enfrentados - , sino que somos “uno en Cristo Jesús” (cf 3,26-29).

 

El desafío de la unidad es el de la reconciliación. Una reconciliación que tiene como fuente la Cruz, que devuelve al hombre a la comunión con Dios.