Solemnidad. Santiago, Apóstol, Patrón de España
San Mateo 20, 20- 28

Autor: Padre Guillermo Juan Morado 

 

La solemnidad de Santiago Apóstol pone ante nuestra consideración la importancia de ser testigos de la Resurrección del Señor Jesús. Un aspecto intransmisible del encargo dado a los apóstoles es “ser los testigos elegidos de la Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia” (Catecismo, 860). El Señor llamó a los apóstoles, que convivieron con Él durante su vida terrena y fueron testigos de su muerte en la Cruz. Una muerte que desactivaba todas las falsas esperanzas. Frente a lo que ellos pensaban, el Reino de Cristo no iba a ser un reino mundano, en el que hubiese que reservar un puesto a su derecha o a su izquierda. El Reino de Cristo quedaba sellado por un aparente fracaso, el de la Cruz. Era un Reino nuevo, que provenía de Dios, enteramente de Dios. 

Nuestra noticia de la Resurrección del Señor proviene del testimonio de los apóstoles. De aquellos que lo vieron morir y, también, de aquellos que dieron fe de que Cristo había vencido a la muerte. Un testimonio fiable y creíble, sostenido por la fuerza del Espíritu Santo; avalado por el acto supremo de coherencia que es el martirio. No se explica de otro modo la transformación de aquellos hombres, que pasan del miedo a la valentía, de la derrota a la segura confianza de que Dios había rehabilitado al Justo.

 

Santiago el Mayor es uno de los dos apóstoles que lleva ese nombre – el otro es Santiago el de Alfeo, del que hablan menos los evangelios - . Era hermano de Juan e hijo del Zebedeo. Junto a Pedro y a Juan, perteneció al pequeño círculo de los discípulos que participaron en momentos claves de la vida de Jesús. Vio la Transfiguración del Señor en el Tabor, cuando la humanidad de Cristo transparentó, por así decir, la gloria de su divinidad. Asistió a la amarga agonía de Jesús en Getsemaní. El Hijo de Dios, el Cordero Inocente, experimentó, haciendo suyos los pecados de los hombres, la infinita distancia que media entre el pecado y Dios.

 

Santiago supo, por propia experiencia, cuál era la gloria del Señor, reflejada en el esplendor divino de su rostro, y supo también de su sufrimiento y de su humillación. La humillación de una obediencia que llevó a la muerte; a la muerte de Cruz.

 

La fuerza de Pentecostés, la efusión del Espíritu Santo, dio a Santiago – y a los otros apóstoles – el coraje necesario para no echarse atrás cuando las cosas se ponían difíciles. Al inicio de los años 40 del siglo I, el rey Herodes Agripa “hizo morir por la espada a Santiago”. A lo largo de la historia de la Iglesia, el martirio es una constante. No se puede servir a dos señores. Entre Cristo y el “mundo” – entendiendo el mundo como el campo de lo que se opone a Dios – no puede haber acuerdo. Llega un momento en el que hay que optar entre la fidelidad a Dios o la cesión ante el mundo. Santiago eligió la fidelidad, el supremo testimonio, el martirio. Rubricaba así la libertad y la valentía con la que anunciaba el Evangelio del Señor.

 

El testimonio no puede brotar de una adhesión superficial a Cristo. Sus raíces son muy profundas. Supone una identificación personal con el Señor, hasta el punto de llevar en el cuerpo la muerte de Jesús. San Pablo explica esta lógica de la identificación con Cristo afirmando que ya no es él quien vive, es Cristo quien vive en él. Por la fe avanzamos en este proceso de identificación personal con el Señor. Una fe que exige ser comunicada, sin separar el “creer” del “hablar”.

 

Asimilar en la propia vida la vida del Señor supone optar por la grandeza del servicio y por la primacía, frente al egoísmo, de la entrega a los demás. Santiago nos estimula a responder con prontitud a la llamada del Señor; a seguirle con entusiasmo; a estar disponibles para dar testimonio de Él con valentía.

 

La imagen del camino, de la peregrinación, tan vinculada a la memoria del Apóstol, nos debe hacer meditar en el camino interior, en la peregrinación en que consiste la vida  cristiana.

 

¡Qué bajo la guía y patrocinio del Apóstol Santiago podamos nosotros recorrer el buen camino, que nos conduce a la meta, a Jesús!