XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 12, 32-48: La vigilanciaAutor: Padre Guillermo Juan Morado
“Vigila aquel
que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera,
el que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la
pereza y de la negligencia”, escribía San Gregorio. Se presenta con estas
palabras uno de los rasgos de la vida cristiana: la vigilancia.
Vigilancia, ante todo, en los modos de pensar, para evitar
que nos invadan las mentalidades de este mundo (cf
Catecismo
2727). Estar abiertos a la luz verdadera significa estar dispuestos a acoger a
Jesucristo como Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Lo verdadero no se
reduce a lo que la razón y la ciencia pueden verificar por sí mismas; ni a lo
útil o a lo productivo, ni al activismo, ni tampoco al sensualismo o al confort.
Los ojos de la fe descubren una hondura de lo real que abarca la dimensión de
misterio, una esfera que desborda nuestra conciencia, que hace espacio a lo
aparentemente “inútil”, que no retrocede ante la inaferrable gloria de Dios.
La vigilancia
se esfuerza por mantener la coherencia entre la fe y la vida; rechazando todo lo
que, en la teoría o en la práctica, se opone al testimonio cristiano. Este
esfuerzo exige luchar contra las tentaciones, evitando tomar el camino que
conduce al pecado y a la muerte. Vigilar es guardar el corazón, para que se
mantenga en la opción perseverante en favor de Dios.
La pereza y la
negligencia nos sumergen en los excesos de la noche, en las distracciones que
nos pueden apartar de la espera del Señor. La espera vigilante pide la
sobriedad, en contraste con la ebriedad, con la turbación de la memoria, de la
inteligencia o de la voluntad. La embriaguez es una fuga, un escape, un abandono
de nuestras responsabilidades. El hombre vigilante está preparado para dar
cuenta, para responder, cuando llegue el Hijo del Hombre.
La vigilancia brota de la fe y se abre a la esperanza: “La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve” (Hb 11,1). Como comenta Benedicto XVI: “La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una «prueba» de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro «todavía-no». El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras”.
El presente está marcado por la realidad futura: La esperanza de la venida del Señor en la gloria caracteriza nuestro presente, repercute en él; aviva la memoria de su primera venida en la humildad de nuestra carne y activa nuestro deseo de aguardar su segundo advenimiento. Conservando en el corazón la palabra del Señor y permaneciendo en la presencia de Dios, el presente se convierte en un ejercicio de perseverancia, combatiendo, hasta el final, el buen combate, manteniendo la fe y la conciencia recta (cf 1 Tm 1,18-19).