XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 13, 22-30: La puerta estrechaAutor: Padre Guillermo Juan Morado
La palabra “salvación” constituye uno de los
términos esenciales del vocabulario cristiano. Sin embargo, no resulta fácil
proporcionar una definición. Puede entenderse como “el estado de realización
plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las
diversas ramificaciones de su existencia” (G. Iammarrone).
¿Es posible la salvación?
¿Cabe esperarla? ¿Debemos aguardar una vida que sea plenamente vida? Para
muchos, la vida cumplida y feliz se circunscribe al horizonte de la historia. La
“salvación” sería, entonces, una vida buena, caracterizada por el bienestar, por
el disfrute de la salud, de una posición económica desahogada y de una
estabilidad emocional.
El Evangelio abre un panorama
más amplio. La salvación del hombre consiste en su apertura a Dios; en la
comunión de vida con Él. Esta posibilidad de una existencia nueva es,
fundamentalmente, un don de Dios. Un regalo que Dios nos ha hecho enviando a
Cristo y haciéndonos partícipes de su Espíritu. La salvación como vida en
comunión con Dios se inicia aquí, en la tierra, y encuentra su plenitud en el
cielo.
Este don divino comporta la
redención del mal y de la corrupción. Comporta también el rescate del pecado y
de la muerte. Los bienes que hacen buena la vida no son, desde esta perspectiva,
exclusivamente los bienes de este mundo, porque estos bienes pueden estar
presentes o no estarlo. No es seguro que siempre podamos gozar de buena salud, o
de la abundancia de dinero. No está tampoco en nuestras manos evitar la muerte
de las personas a las que amamos.
La salvación que Cristo nos
ofrece es compatible con la ausencia de estos bienes y, por ello, es capaz de
engendrar una esperanza que va más allá de las posibilidades meramente humanas.
El gran obstáculo, la amenaza del sufrimiento, ha sido removido por Él en la
Cruz. Siguiendo las huellas de Cristo doliente es posible encontrar la vida que
merece la pena ser vivida, sin que nada ni nadie pueda arrebatárnosla.
¿Qué hacer para acceder a
esta nueva vida? Jesús habla de la necesidad de “entrar por la puerta estrecha”.
Es decir, el paso a la verdadera vida resulta exigente, porque consiste en
identificarse con Jesús, en vivir como Él para, de este modo, vivir con Él para
siempre. Todos podemos entrar por esa puerta del seguimiento del Señor – ya que
la salvación no está restringida a unos pocos privilegiados - , pero a todos se
nos pide, para atravesarla, desprendernos del propio egoísmo.
Si nos abrimos a la acción
del Espíritu Santo se irá verificando en nuestra existencia ese paso que lleva
del egoísmo al servicio, de la maldad a la bondad, de la soberbia a la humildad,
y de la dureza de corazón a la misericordia. Los santos han entrado por la
puerta estrecha y, con su testimonio, nos manifiestan la posibilidad de entrar
también nosotros. La belleza de sus vidas nos habla de la plenitud a la que
puede llegar un ser humano cuando se deja guiar por la gracia de Dios.
Que, siguiendo su ejemplo,
empleemos nuestras fuerzas en entregarnos totalmente a la gloria de Dios y al
servicio del prójimo. Lo haremos, como nos recuerda el Concilio Vaticano II,
siguiendo las huellas de Cristo, haciéndonos conformes a su imagen y siendo
obedientes en todo a la voluntad del Padre (cf
LG 40).