XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 14, 1. 7-14: HumildadAutor: Padre Guillermo Juan Morado
Valiéndose de una parábola, el Seńor nos
instruye acerca de la humildad: “todo el que se enaltece será humillado; y el
que se humilla será enaltecido” (Lc
14,11). No se refiere Jesús, de modo principal, a la necesidad de ser
conscientes de las propias limitaciones. Este autoconocimiento – siempre
oportuno – no define la especificidad cristiana de la humildad. El criterio de
la humildad, su norma, es mucho más alto; es la propia figura de Jesús:
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt
11,19).
Según la traducción griega
de la Biblia – la llamada versión de los Setenta - , el humilde – “tapeinós”- es
aquel que se siente pobre ante Dios y, en consecuencia, es manso – “praús” - ;
es decir, inclinado hacia el prójimo. En Jesús se personifican estas dos
actitudes: la obediencia a la voluntad del Padre y la entrega generosa en favor
de los hombres. De este modo refleja el mismo ser de Dios.
San Pablo nos ayuda a
profundizar en el significado de la humildad de Jesús en el himno de la
Carta a los Filipenses: “siendo de
condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino
que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los
hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres” (Flp
2,6-7). Jesús se humilla ante el Padre “haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz” (Flp 2,8). De esta
obediencia brota su mansedumbre; su compasión y su servicio en favor nuestro:
“Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades” (cf
Mt 8,17).
La humildad de Dios es
equivalente a la generosidad de su amor. San Pablo lo expresa, de otro modo, en
el himno a la caridad: “La caridad es paciente, la caridad es amable; no es
envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo,
no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se
complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
soporta” (1 Co 13,4-7). Cada una de
las afirmaciones sobre la caridad constituyen rasgos definitorios de la humildad
divina reflejada en la vida de Jesús: Él – Dios – “todo lo aguanta, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
El seguimiento de Cristo
consiste en la identificación con Él; en hacer nuestras – dejando obrar al
Espíritu Santo – su humildad y su mansedumbre. San Buenaventura habla de dos
tipos de humildad que han de estar presentes en el cristiano – y, en realidad,
en todo hombre - : la “humilitas veritatis” y la “humilitas severitatis”. La
“humildad de la verdad” nos lleva a reconocernos como criaturas ante Dios: Él es
Todo y nosotros, ante Él, somos nada; ya que, sin Él, no seríamos. “La humildad
de la severidad” nos empuja a reconocer nuestros límites: Dios es la Bondad
infinita; nosotros somos pecadores.
Este doble reconocimiento,
lejos de humillarnos, nos enaltece. Dios nos llama desde nuestra nada y desde
nuestra miseria, y nos invita a sentarnos a su mesa, para participar del
banquete de su amor y de su salvación. Este banquete – símbolo del Reino de los
cielos – se anticipa sacramentalmente en la Eucaristía, donde Jesús, el Mediador
de la nueva alianza (cf Hb 12,24) nos
pone en comunicación con Dios y con toda la Iglesia del cielo. De la Eucaristía
mana la fuerza que nos empuja a invitar a los pobres, pues pregustamos ya, en la
Comunión, la recompensa de hacer el bien sin buscar recompensas.