XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 15, 1-32: Ternura y fidelidadAutor: Padre Guillermo Juan Morado
En la Sagrada Escritura, la misericordia es a la
vez ternura y fidelidad. La ternura refleja el apego instintivo de un ser a
otro; por ejemplo, el de una madre o de un padre hacia su hijo. La fidelidad
alude a una bondad consciente y voluntaria, no meramente instintiva, que
equivale, en cierto modo, al cumplimento de un deber interior.
En Dios vemos reflejadas de
modo eminente ambas acepciones de la misericordia. Dios se siente vinculado por
lazos muy firmes a cada uno de nosotros. Nuestra suerte, nuestro destino, no le
resulta indiferente. Esta ternura se traduce en compasión y en perdón. Dios es
capaz incluso de “arrepentirse” de su cólera, que es una muestra de su afección
apasionada por el hombre.
Dios cede a la súplica de
Moisés y “se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo”
(cf Ex 32,7-14). San Pablo
experimenta en primera persona esta compasión divina: “Dios derrochó su gracia
en mí, dándome la fe y el amor cristiano” (cf 1
Tm 1,12-17).
Pero la misericordia de Dios
es, igualmente, fidelidad. Dios se manifiesta tal como es; obra en coherencia
con su ser más íntimo, que no es otro que el amor. Podríamos decir que Dios no
puede no amar. Y ese amor fiel se traduce en paciencia y en espera, en una
permanente disposición que busca la conversión de los pecadores.
La oveja o la dracma perdida,
así como el hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, son imágenes del
pecador que vuelve a Dios y que, con ese retorno, es capaz de conmover su
corazón.
En Jesús se ha manifestado la
misericordia de Dios. Cada vez que celebramos la Santa Misa, acudimos a Él
diciendo: “Kyrie eleison!”, “Señor, ten piedad!”. Afligidos por nuestro pecado,
por nuestra miseria, imploramos su ternura y su fidelidad. Como Moisés, nos
permitimos refrescar la memoria de Dios para que no tenga en cuenta nuestros
pecados, sino la fe de su Iglesia.
La experiencia del perdón, la
certeza de la alegría de Dios causada por nuestro retorno, debe incitarnos a
hacer nosotros lo mismo con los demás. Si el pecado mueve nuestra ira, el
pecador debe mover nuestra misericordia. Aquel que peca es también nuestro
hermano. Su extravío, su fragilidad, es similar a la nuestra. Junto al Padre,
también nosotros debemos estar a la espera en una actitud que no puede ser de
fría censura, sino de alegre acogida.
“Dios tuvo compasión de mí”.
La certeza de San Pablo debe ser también, en primera persona, nuestra certeza.
Una seguridad que infundía ánimos a Santa Teresa de Lisieux: “¡Qué alegría más
dulce de pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras
debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza!”.
Esta seguridad dilata nuestro
corazón para hacerlo semejante al corazón de Cristo, según una lógica que San
Juan sintetiza de modo claro y admirable: “En esto hemos conocido el amor: en
que Él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida
por nuestros hermanos” (1 Jn 3,16).