XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 16, 1-13: Servir a dos señoresAutor: Padre Guillermo Juan Morado
“No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Lc
16,13). Se trata, en definitiva, de una consecuencia del primer mandamiento
de la ley de Dios: “Adorarás al Señor tu Dios y le servirás […] no vayáis en pos
de otros dioses” (Dt 6,13-14).
Nuestra confianza, nuestras esperanzas y nuestros afectos han de estar
centrados, por encima de todas las cosas, en Dios.
El servicio de Dios proporciona libertad. Reconocer a Dios como Dios, como Señor
y como Dueño de todo lo que existe, “libera al hombre del repliegue sobre sí
mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (Catecismo
2097).
Las riquezas se convierten en una dificultad cuando el servicio a Dios es
suplantado por la servidumbre del dinero, que es un amo implacable. La seducción
de las riquezas ahoga la palabra del Evangelio, impide que fructifique en
nuestras vidas (cf Mt 13,22) y hace
olvidar lo esencial: la soberanía de Dios.
En la adoración del Dios Único se unifica la vida humana, evitando así una
dispersión infinita (cf Catecismo
2113). Las riquezas en sí mismas no son malas, pero no deben constituir un
obstáculo a la hora de confesar la bondad de Dios, que es nuestra verdadera
riqueza. Frente a lo principal, que es Dios, las demás realidades – también el
dinero – ocupan un lugar secundario y relativo. Cuando esta relativización de la
riqueza es olvidada, se corre el peligro de fiarse en exceso de los bienes
terrenos olvidando que solamente Dios es nuestra fortaleza.
El respeto de Dios va unido al respeto del prójimo. El profeta Amós condena, con
duras palabras, la corrupción y el abuso de los más indefensos: “Disminuís la
medida, aumentáis el precio, usáis balanzas con trampa, compráis por dinero al
pobre, al mísero por un par de sandalias (…) Jura el Señor por la Gloria de
Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones” (cf
Am 8,4-7).
Los bienes de este mundo han de estar ordenados a Dios y a la caridad fraterna.
No es ilegítimo poseer riquezas, pero sí lo es convertirlas en un fin último. El
dinero es sólo un instrumento del que nos servimos los hombres para poder vivir
con mayor dignidad, para atender a nuestras necesidades y a las necesidades de
quienes están a nuestro cargo. El cristiano ha de ser señor de su dinero, no su
siervo.
Para vivir el desprendimiento de las riquezas es conveniente considerar que las
cosas que poseemos no son solamente nuestras, sino también, en cierto sentido,
de los demás. Más que dueños somos administradores, llamados a hacer fructificar
los bienes para que repercutan en beneficio del mayor número de personas.
El Catecismo señala, en materia económica, tres exigencias que brotan del respeto a la dignidad humana (cf Catecismo 2047). En primer lugar, la práctica de la virtud de la templanza, de la sobriedad, para moderar el apego a los bienes de este mundo. En segundo lugar, la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido. Y, en tercer lugar, la solidaridad, siguiendo el ejemplo de Cristo, que siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf 2 Co 8,9).