XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 18, 9-14. La oración humildeAutor: Padre Guillermo Juan Morado
Textos: Si 35,15b-17.20-22a; Sal 33; 2
Tm 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14.
La
oración, además de perseverante, ha de ser humilde. Por eso comienza con el
reconocimiento de los propios pecados: “los gritos del pobre atraviesan las
nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan”, dice el libro del
Eclesiástico. La humilde toma de
conciencia de lo que somos debe empujarnos a ofrecernos al Señor para ser
purificados: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”, rezaba el publicano.
La
oración es incompatible con el menosprecio de Dios. “¿Desde dónde hablamos
cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad,
o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130,1)
de un corazón humilde y contrito?”, se pregunta el
Catecismo. Atribuirse principalmente
a uno mismo, y no a Dios, las buenas obras equivale, en cierto modo, a negar a
Dios, ya que todo lo bueno procede de Él.
San Gregorio
comenta que “de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a
conocer la arrogancia”. La primera de ellas es “cuando cada uno cree que lo
bueno nace exclusivamente de sí mismo”. El fariseo no se desprende de su yo:
“Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. De este modo
no reconoce la primacía de la acción de Dios. Las buenas obras se deben, en
primer lugar, a la gracia de Dios, y sólo secundariamente a nuestra colaboración
libre con ella.
Se da
a conocer también la arrogancia “cuando uno, convencido de que se le ha dado la
gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos”. En sentido
estricto, frente a Dios no hay “mérito” por parte del hombre: “Entre Él y
nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo
de Él, nuestro Creador” (Catecismo,
2007). Los méritos de nuestras obras son dones de Dios que tienen su fuente en
el amor de Cristo.
La tercera manifestación de
la soberbia, sigue diciendo San Gregorio, se da “cuando se jacta uno de tener lo
que no tiene”. La alabanza propia más absurda, desordenada y presuntuosa
consistiría en considerarse uno mismo como perfecto, como santo, olvidando que
es Dios quien nos santifica.
Finalmente, la cuarta manera
de mostrarse la arrogancia se produce “cuando se desprecia a los demás queriendo
aparecer como que se tiene lo que aquéllos desean”: “¡Oh Dios!, te doy gracias
porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese
publicano”, dice el fariseo.
Ninguno de nosotros está
libre de la tentación de suplantar a Dios y de colocarse a sí mismo en su lugar,
convirtiéndose en adorador del propio yo. Santa Teresa decía que el edificio de
la vida cristiana “va fundado en la humildad, mientras más llegados a Dios, más
adelante ha de ir esta virtud, y si no va todo perdido”.
Pidamos al Señor este gran
don de la humildad para que podamos combatir bien nuestro combate, manteniendo
la fe (cf 2 Tm 4,7), de forma que todo lo que hagamos movidos por su gracia nos
sirva, no para enorgullecernos, sino para darle a Él toda la gloria.