XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 19, 1-10: Misericordia y penitenciaAutor: Padre Guillermo Juan Morado
Textos:
Sb 11,23-12,2;
Sal 144; 2
Ts 1,11-2,2;
Lc 19,1-10.
La
constitución dogmática “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II enseña que en
Jesucristo culmina la revelación divina: Dios “envió a su Hijo, la Palabra
eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les
contara la intimidad de Dios […]. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre”
(cf DV 4).
El amor
misericordioso caracteriza el ser de Dios: “a todos perdonas, porque son tuyos,
Señor, amigo de la vida”, leemos en el libro de la
Sabiduría (cf
Sb 11,23-12,2). Dios es clemente y
compasivo, “tardo a la cólera y rico en fidelidad”. A pesar de nuestro pecado,
Él mantiene su amor.
En la
entrega de su Hijo, en la Encarnación y en la Cruz, este amor incondicional se
hace visible y palpable: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo
que estaba perdido” (Lc 19,9).
Zaqueo, “jefe de publicanos”, estaba ciertamente “perdido”, al menos a los ojos
de los hombres oficialmente piadosos de Israel, vigilantes de una pureza ritual.
Su oficio,
recaudador de aduanas y cobrador de impuestos, lo desacreditaba completamente.
Desempeñar esa tarea equivalía a vivir de modo permanente en el pecado y en la
injusticia. Además, era rico y posiblemente se había aprovechado en ocasiones de
los pobres.
Sin embargo,
en este hombre, en Zaqueo, había germinado la semilla de la salvación porque
deseaba ver al Salvador. Este deseo le lleva a superar las dificultades: su
escasa estatura y la aglomeración de las gentes, que se levantaba como un muro
infranqueable que le impedía divisar al Señor.
En cada uno
de nosotros pueden estar presentes estas dificultades. Algunos Padres de la
Iglesia relacionan la pequeña estatura con la escasez de la fe, ya que sin fe, o
sin una disposición a creer, no se puede “ver” a Jesús, no se puede reconocerlo
como Salvador. Por su parte, la turba simboliza “la confusión de la multitud
ignorante”, decía San Cirilo; es decir el cúmulo de prejuicios que se convierten
en obstáculos para encontrar al Señor.
Pero Zaqueo
no se resigna ante estos inconvenientes y “se subió a una higuera para verlo”.
El pequeño Zaqueo, comenta San Beda, se sube, para elevarse, al árbol de la
Cruz. Desde esa altura sí es posible “ver” a Jesús. El resto lo hace ya sólo el
Señor. Le pide que se baje de la higuera y toma la iniciativa de hospedarse en
su casa. La gracia de Dios, la proximidad de su amor misericordioso, llena a
Zaqueo de alegría.
A la
misericordia divina, Zaqueo responde con la penitencia, con la enmienda de sus
pecados: reparte a los pobres la mitad de sus bienes y se muestra dispuesto a
restituir cuatro veces más a los que hubiese perjudicado. El amor de Jesús logra
lo aparentemente imposible: que un camello pase por el ojo de la aguja (cf
Lc 18,25).
Jesús había
dado ya a este hombre un corazón nuevo, le había infundido fuerzas para
descubrir la grandeza del amor de Dios y, en consecuencia, estremecerse “ante el
horror y el peso del pecado” (cf
Catecismo 1432).
Pidamos al
Señor que el asombro ante su misericordia se concrete, en nuestra vida, en una
sincera penitencia, en una verdadera conversión del corazón, sabiendo que Él,
como dice el salmista, “sostiene a los que van a caer” y “endereza a los que ya
se doblan” (Sal 144).