XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 4, 35-40: La noche sosegadaAutor: Padre Gustavo Vélez Vásquez m.x.y.(Calixto)
“Al atardecer dijo
Jesús a sus discípulos: Vamos a la otra orilla. Y dejando a la gente, se lo
llevaron en la barca”. San Marcos, cap. 4.
Aquellos monjes
del desierto, cuya historia escribieron ciertos cronistas fantasiosos, habrían
sufrido terribles tentaciones. Sobre todo en materia sexual. De ahí sus
exagerados ayunos y sus continuas penitencias.
Pero a los cristianos de
hoy también otros halagos nos asedian. A cada rato podemos pecar contra la
caridad, la justicia, la paciencia, la honradez, la verdad. Y también contra la
esperanza.
En otras épocas
gozamos de una gran tranquilidad. Y entonces se nos olvida que la fe no equivale
a un seguro contra los vendavales. Por lo cual las caídas imprevistas nos
desconciertan.
Así les sucedió a
los apóstoles. Día a día iban conociendo mejor al Maestro. Estaban contentos en
su amistad. Admirados de sus milagros. Pero una tarde Jesús les dijo: “Vamos a
la otra orilla del lago”. Y mientras iban, se desencadenó un fuerte
huracán y los olas rompían contra la barca, casi hasta hundirla. Mientras tanto,
como anota san Marcos, Jesús dormía en la popa. El cansancio del día lo había
sumido en un sueño profundo.
Los discípulos se
miraron unos a otros aterrados: ¿Habría que despertar al Señor? El peligro debió
ser extremo, cuando aquellos experimentados pescadores se vieron perdidos.
Sencillamente estaban a punto de naufragar.
De inmediato los hijos
del Zebedeo, o tal vez Pedro, despertaron a gritos al Maestro: “Señor, sálvanos
que perecemos”.
Jesús se incorporó
serenamente. Ordenó al viento y a las olas y se hizo una gran calma. Pero
reprendió a los discípulos: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis
fe?
El relato de san Marcos
es simple. Pero el acontecimiento fue algo espantoso. No sabemos si alguno de
los discípulos le preguntaría a Jesús: Señor: ¿Qué hubiera pasado si nos
hundimos? O también: ¿De qué manera se vence con la fe la tempestad?
Algunos autores
religiosos aseguraron que cada cual posee un temperamento, según la
combinación de humores en su cuerpo. Y repartieron además con mucha exactitud
las tentaciones: A los sanguíneos los acosarían la ira y la soberbia. La
avaricia y la pereza, a los flemáticos. La gula sería el peligro de los
amorfos. Y los melancólicos tendrían que vencer la envidia y la lujuria.
Pero hoy no vale
tal clasificación. Como tampoco es objetivo afirmar que los cristianos de hoy
somos más inclinados al mal que nuestros abuelos. Conviene recordar la historia
de la Iglesia. “Bástale a cada día su afán”, leemos en san Mateo. Cada época
ofrece disyuntivas para el bien y para lo perverso.
Pero ayer y hoy,
Jesús nos enseña que su con su ayuda venceremos el mal. Algo que no es
fácil comprender mientras la tempestad nos golpea. Pero que se convierte en
gratificante certeza cuando, con la ayuda de Dios, hemos superado el
peligro.
Existe una señal
de que Dios está con nosotros: Si en medio de la tempestad no perdemos la calma.
Esa serenidad, ubicada en los estratos más profundos del alma, no disuelve
los miedos, ni mitiga la del todo la angustia. Es una paz inexplicable, como
aquella que experimentó san Juan de la Cruz, cuando en medio de sus
tribulaciones nos habló de “la noche sosegada”.