Viernes Santo de la Pasión del Señor, Ciclo C
San Juan 18,1-19,42: El drama de la PasiónAutor: Padre Gustavo Vélez Vásquez m.x.y.(Calixto) (Q.E.P.D)
“Cuando Jesús tomó el vinagre, que le ofreció un soldado, dijo: Todo está cumplido. E inclinando la cabeza, entregó su espíritu”. San Juan, cap. 18.
Si colocamos sobre un
amplio tablado, todos los personajes que actuaron en la pasión y muerte del
Señor, podría cada uno preguntarse: ¿A cual de ellos estoy representando?
En esta historia trágica
intervienen gentes de diversas categorías religiosas, sociales y políticas. Cada
uno marcado por una diversa pasión, golpeado por distinta culpa. O bien
demostrando un valor particular, destacando una actitud de amor al Maestro.
Los cristianos de a pie no
podríamos reclamar ningún protagonismo. Nuestras vidas no discurren entre altas
jerarquías de la sociedad o de la Iglesia. No nos queda entonces sino
identificarnos con la turba voluble, que hoy aclama al Señor con
entusiasmo y mañana lo niega de forma irresponsable. O bien situarnos entre la
masa de quienes permanecieron indiferentes, mientras el profeta de Nazaret,
“hombre poderoso en obras y en palabras”, era llevado injustamente a la cruz.
Fue notoria la falta de
Pedro, quien negó al Maestro. Pero lo salva su llanto, como anota
oportunamente el evangelista. San Juan también se encarga de rehabilitar al
apóstol en un encuentro del grupo con Jesús, luego de la resurrección. Allí
Pedro declaró su fe de modo magistral: “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te
amo”.
Desde la piedad popular
muchos creyentes gustan enumerar en forma detallada los sufrimientos de Jesús:
Los azotes, las espinas, los clavos. Contabilizan sus dolores físicos y aquellos
tormentos de su espíritu. No decimos que esto sea inútil, pero es
tarea que a veces termina únicamente en compasión.
Nosotros podemos ir más
allá. Reconozcamos que la pasión de Cristo nos ha afectado verdaderamente la
vida. No es ella un jirón de la historia que alguna vez se aposentó en nuestra
memoria. Es algo que hoy nos sacude las entrañas, al descubrir la relación
directa de la pasión de Cristo con nuestros pecados. Pero a la vez, con nuestra
salvación.
La teología explica que la
sangre del Señor lava nuestras culpas. Pero el hecho es que luego de la muerte
de Jesús, más allá de su resurrección el pecado sigue venciéndonos y contamina
muchas áreas de la historia. Pareciera entonces que esta teología de la muerte
de Cristo equivale a una hermosa literatura, inocua a la vez.
Habría que señalar entonces
que Jesús muere para demostrar que Dios ha derramado sobre la tierra un amor
extraordinario. Pero este hecho permanecerá inútil si cada uno no se apropia sus
consecuencias.
Podríamos empezar, de
veras, por la compasión. Pero luego nos tocaría sentir en el alma esa fuerza
transformante del amor de un Dios. En su muerte descubrimos que existe un
capital que financia, a todas horas, nuestra transformación como personas, como
familias, como sociedad. Que es posible abandonar el pecado, dejándonos amar.
Que es posible amar a Dios y amar al prójimo, porque desde la cruz irradia una
pedagogía que llamaríamos cósmica, ante la cual, nadie de buena voluntad podría
resistirse.
Porque en estricta teología
Jesús no quiso morir crucificado. Decidió, eso sí, amar hasta el
extremo y la cruz fe el medio audiovisual de hacernos entender su entrega.
El dolor solamente no vale.
“Aunque entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad nada me
aprovecha”, escribirá San Pablo a los corintios.