III Domingo de Pascua, Ciclo C.
San Juan 21, 1-19:
Todo sigue lo mismo

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto) (Q.E.P.D)

 

"Simón Pedro les dice a los discípulos: Me voy a pescar. Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla, pero ellos no sabían que era Jesús". San Juan, cap.21.

 

En un pueblo lejano del Tíbet, el misionero había formado una pequeña comunidad cristiana. Al regresar, muchos años más tarde, le pregunta a un joven si desea confesarse. - ¿Confesarme? ¿De qué? - ¿Cómo, responde el misionero, si hace diez años que no lo haces?  - Pero, Shimpusama, ¿después de todo lo que El se dejó hacer por mí, cómo podría yo ofenderlo?

 

Hace poco celebramos la Pascua. Retornamos a Dios después de prolongada ausencia. Recibimos los sacramentos y participamos de nuevo en la asamblea cristiana. Pero enseguida regresamos a los deberes ordinarios. Como los apóstoles, que vuelven a pescar en el lago, a los pocos días de la resurrección.

 

Quizás imaginamos que después de Pascua todo sería distinto. Pero la vida nos convence de lo contrario. Volvemos a sentir la fatiga, las tentaciones, las dificultades con el prójimo. Volvemos a sentir el cansancio de nuestra pequeñez interior.

 

¿Entonces la Pascua para qué? Nos dice San Pablo que, mientras luchamos en la tierra, las cosas de Dios aparecen como en espejo y en adivinanza. Hay que esperar aquella hora en que nuestro amor y el de Dios puedan unirse, ya sin alambradas, en la felicidad perfecta.

 

Pero si miramos despacio, no todo sigue igual. En la orilla del lago despierta  otras madrugadas. Allí está el Señor y ha tenido el detalle de prepararnos pan y pescado a la brasa.

 

Cuando celebramos la Pascua, lo invitamos a El a compartir con nosotros la  vida. Aquí está su respuesta: Se ha hecho presente en nuestro trabajo cotidiano, pero no como mero espectador, sino como amigo comprometido en nuestro esfuerzo. Si en toda la noche no hemos cogido nada, lancemos nuevamente la red.

 

Antes, las tentaciones nos parecían invencibles. Ahora después de haber meditado sus dolores y su muerte, es casi imposible ofenderlo.

 

Antes, trabajábamos sin sentido. Ahora sabemos que con El estamos mejorando el mundo. Aunque dudamos y a veces tropezamos y este es nuestro misterio, lo hacemos con entusiasmo y gozo.

 

Todo es igual y todo no es igual. Lo dice aquella estrofa de San Juan de la Cruz: "Mil gracias derramando pasó por estos sotos con premura y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura".

 

El Señor no acostumbra cambiar de manera visible nuestro panorama exterior. Hay que volver al lago. La pesca sigue esquiva. La madrugada no es demasiado luminosa. Pero allí está El. Basta mirarlo, escrutando en la sombra. Mejor, adivinarlo con el corazón. Allí se oye su voz. Allí, a su palabra, se llenan las redes con ciento cincuenta y tres pescados grandes... ¿Qué importa seguir embarcados en la noche, cuando las madrugadas nos aguardan con la sorpresa de su presencia?