El valor de cambiar

Domingo V de Pascua, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Dijo Jesús: Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante”. San Juan, cap. 15. 

Durante el Concilio Vaticano II el cardenal Alfredo Ottaviani, quien presidía el entonces Santo Oficio, se distinguió por sus posturas integristas. Con razón había inscrito en su escudo: “Siempre el mismo”. En cambio otros prelados, valga a citar a Suenens y a Lercaro, promovían cambios significativos en la Iglesia, muchos de los cuales se pusieron en marcha. 

El mundo de hoy, al impulso de la llamada “rapidación”, nos presenta a cada paso el dilema entre cambiar, o defender unos esquemas de pensamiento y de acción tradicionales que parecerían absolutos. 

Para algunos lo nuevo es bueno esencialmente. Para otros lo tradicional es sagrado e intocable. Añádase a este contexto sentimientos de inseguridad y deseos de protagonismo y tendremos un espacio ambiguo y resbaladizo donde hoy nos movemos, incluso los creyentes. 

Jesús les dijo a sus discípulos: “Permaneced en mí”, señalándoles seguramente las vides que crecían frente a ellos. Y añadió luego: “Como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí”. “El sarmiento que no permanece en la vid, se seca y lo echan al fuego”. 

La viña aparece con frecuencia en las páginas de la Biblia. Desde antiguo, simbolizó al pueblo escogido, y el esmero de Yavéh hacia Israel se comparó con las tareas del viñador. También el Maestro nos habló de vides en diversas parábolas. 

Más adelante, nuestra catequesis exprimió estos símiles, igual que un racimo, para explicar la doctrina de la gracia: “Un don sobrenatural que Dios concede al hombre para su salvación, por los méritos de Jesucristo”, como enseñó el Padre Astete. 

¿Pero qué sentido tendrá esa permanencia en Él, a la cual Jesús nos invita? A nuestro alrededor ciertos grupos parecen tener como objetivo defender el pasado. Otros, en cambio, se empeñan en empujar la historia hacia delante. Otros quizás nos encontramos en el medio, mirando a lado y lado y preguntándonos cómo hemos de obrar. 

La permanencia en Cristo no es otra cosa que la adhesión a los valores tradicionales del Evangelio: Amor a Dios, como a un Padre bondadoso. Amor al prójimo, porque es hermano nuestro. 

Más allá de esto, nuestra fe ha coleccionado infinitos elementos que no son esenciales. Que apenas son formas y maneras de vivir el cristianismo, ligadas a tradiciones y culturas. 

El papa Benedicto XVI nos ha dicho que hay asuntos sobre los cuales la Iglesia no puede negociar. Por ejemplo, el respeto a la vida humana en todas sus etapas. El matrimonio, conformado por un hombre y una mujer, en amor y fecundidad. El derecho de los padres a educar a sus hijos. 

Pero conviene entender que todo organismo humano necesita cambiar, so pena de envejecerse y de morir. De tal modo que el cristiano del siglo XXI no puede esgrimir aquel lema: “Como era en el principio, ahora y siempre”… Ha de capacitarse, con humildad y confianza, en el oficio de podar dentro y fuera de sí mismo. De lo contrario la Iglesia será museo, castillo medieval, sala de ópera, academia religiosa, pastelería, multinacional, pero nunca lo que pretendió el Señor Jesús.