Dulce huésped del alma 

Domingo VI de Pascua, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Dijo Jesús: No os dejaré huérfanos. Yo pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. San Juan, cap. 14. 

Poco sabemos del papa Inocencio III, quien gobernó la Iglesia a comienzos del siglo XIII. Pero la tradición le atribuye un armonioso himno, que adorna la liturgia de Pentecostés: “Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo…gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos”, dice en su traducción castellana. 

El Maestro, al despedirse de los suyos, les asegura que continuará acompañándolos, aunque en forma distinta: “No os dejaré huérfanos. Yo pediré al Padre que os dé otro Defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. Algo entenderían los discípulos en relación con la orfandad que presentían. Pero sin captar la manera como el Señor podía remediarla. Más tarde, cuando los evangelistas organizaron sus textos, la comunidad cristiana ya había experimentado esa presencia del Resucitado. Y san Pablo había explicado en sus carta la acción del Espíritu de Cristo en los creyentes. 

Pero después se dieron variadas formulaciones sobre el tema. Vino también el arte, no siempre fiel al Evangelio, las devociones populares, el folklore religioso. Cada quien procuró presentar a su modo a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Pero mientras tanto, el Defensor prometido por Jesús, el Espíritu de la verdad, continuó siendo libre. Sin dejarse alinear por los conservadores, o los progresistas. Siguió impulsándonos al bien de una manera fuerte, pero igualmente respetuosa. Tanto que en la mayoría de los casos la ignoramos. El Espíritu de Jesús saltó además el Espíritu de Jesús las barreras de la Iglesia, para abrazar y amar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. 

No es muy amigo de apariciones o de fenómenos extraordinarios. Se parece más a la luz del sol que madruga serenamente a cobijarnos, que a ciertas explosiones nucleares, a favor o en deterioro de unos pocos. 

A cierto payaso muy famoso le preguntaron una vez: ¿Qué opinas tú de los católicos?. - “Me ponen muy nervioso, respondió, porque teniendo tanta grandeza dentro, en repetidas ocasiones, juegan sucio”. ¿Y de los hermanos separados?. - “Muchos de ellos manosean las conciencias”. ¿Y los ateos? -“Me aburren porque siempre hablan de Dios”. 

Valdría entonces descubrir ese tesoro interior, ese “Huésped del alma”, como reza también aquel himno. Sentir su inasible compañía, que a todas horas nos dirige y consuela. 

Una leyenda provenzal cuenta de un príncipe encantado, que acompañaba desde su vetusto castillo, a los habitantes del contorno. Sin embargo, nadie lo había visto. Pero diversos signos garantizaban su presencia: El canto de un pájaro en la noche, un discreto perfume junto al muro exterior, una luz misteriosa en la ventana. 

Así ocurre en la vida del cristiano. El Espíritu del Señor se manifiesta cuando procuramos esperar, contagiando esperanza. Cuando anunciamos a Jesucristo, antes de satanizar los males que nos hieren. Cuando tratamos de confirmar en la fe a los hermanos, en vez de condenar su yerros. Cuando valoramos las personas, antes que analizar sus actos, desde nuestra propia moral. Todo esto y mucho más, comprueba que el Espíritu de Dios nos acompaña, porque el Maestro cumple su palabra: “Yo no os dejaré huérfanos”.