XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Lecturas Bíblicas: Amós 8, 4-7; 1° Carta del Apóstol San Pablo a Timoteo 2, 1-8; Evangelio según San Lucas 16, 1-13 

Continuando con el Evangelio de San Lucas que venimos proclamando los domingos de este Ciclo, hoy leemos esta parábola y otras máximas del Señor Jesús que nos instruyen sobre la actitud cristiana ante las riquezas.

Para mejor entender estas enseñanzas de Jesús, hemos de tener en cuenta que los destinatarios de su mensaje no eran sólo “sus discípulos” (Lc. 16, 1) sino también aquellos fariseos “que eran amigos del dinero” y que, oyendo lo que Él decía, “se burlaban de Jesús” (Lc. 16,14), los mismos fariseos que murmuraban contra Él (Lc. 15,2) según leímos el domingo pasado.

Igualmente, vale la pena recordar también, como contexto del Evangelio de este Domingo 25°, la exigencia que pone el Señor a quienes quieran ser sus discípulos: que renuncien a todo lo que poseen (Lc. 14,33). Lo recordábamos hace dos Domingos. Por alguna razón todas estas enseñanzas de Jesús sobre la renuncia a las posesiones y el valor de la pobreza han sido agrupadas por San Lucas en el último viaje de Jesús hacia Jerusalén, hacia su Pascua, su renunciamiento hasta la muerte, y por ella a la Resurrección.

El texto inspirado del evangelista San Lucas ha sido con justicia reconocido como el evangelio de la justicia social. No debemos minimizar las afirmaciones de Jesús que Lucas nos trasmite: “Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero” (Lc. 16,13).

Y, dirigiéndose a los fariseos que se reían de sus palabras, Jesús les dijo: “Uds. Aparentan rectitud ante los hombres, pero Dios conoce sus corazones. Porque lo que es estimable a los ojos de los hombres, resulta despreciable para Dios” (Lc. 16, 14-15, versículos que no entran en el texto proclamado en la liturgia de este domingo).

Se trata, me parece, de confrontar dos maneras de ver y valorar las cosas materiales, las posesiones, dos cosmovisiones, la de Dios, por un lado,  y la de los hombres “hijos de este mundo” (Lc. 16,8), por otro, donde “lo estimable” no es igual. Así el dinero, que es ambivalente, y ya puede ser “dinero de la injusticia”, “dinero injusto”, o ya puede ser bien usado para ganar amigos que te reciban en las moradas eternas (Lc. 16, 9-11).

No nos hace mejores o peores poseer o no riquezas, como erróneamente creían muchos fariseos, sino la actitud y el buen o mal uso que hacemos de las posesiones.

El buen uso del dinero, como de todos los bienes terrenos, va junto con una clara actitud ante los pobres o indigentes. Jesús fue y es especialmente amigo de los pobres, a quienes llamó bienaventurados. Así como de los pecadores, Jesús estuvo siempre muy cerca de los pobres y los humildes.

La parábola de Jesús que nos traen los párrafos hoy proclamados del Evangelio de Lucas es la parábola del administrador infiel pero astuto.

“Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: "¿Que es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto."

El administrador pensó entonces: "¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!"

Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: "¿Cuánto debes a mi señor?" "Veinte barriles de aceite", le respondió. El administrador le dijo: "Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez."

Después preguntó a otro: "Y tú, ¿cuánto debes?" "Cuatrocientos quintales de trigo", le respondió. El administrador le dijo: "Toma tu recibo y anota trescientos."

Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz.

Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas.

El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho” (Lc. 16, 1-10).

En la parábola, a la vez que se condena la infidelidad y deshonestidad del administrador justamente echado por su patrón, este mismo alaba su habilidad para ganar amigos con el dinero de la injusticia.

Según una praxis tolerada en esos tiempos, los administradores podían cobrar a cuenta propia intereses por los bienes de su patrón que ellos daban en préstamo, intereses que muchas veces eran usurarios: “dinero de la injusticia”. Al perdonar 10 barriles de aceite al deudor que debía 20, al perdonarle 100 quintales de trigo al que adeudaba 400, el administrador no hace sino renunciar a los intereses usurarios con los cuales lucraba a costa del empobrecimiento injusto de los deudores. Este gesto fue un acto honesto que el administrador realizó para ganar amigos que lo recibieran cuando pasara a su condición de desocupado. Su patrón lo felicita no por los actos deshonestos por los que le echó, no lo alaba por haber malgastado sus bienes, sino por esta actitud nueva ante el dinero[i].

La primera lectura de este domingo, que podemos relacionar con la enseñanza del Evangelio, nos recuerda las duras palabras del profeta Amós (siglo VIII° antes de Cristo) contra aquellos mercaderes que daban más valor al lucro del comercio que al culto, y pisoteaban a los pobres,  trampeando y cometiendo fraudes y estafas. “Dinero de la injusticia”.

Pero volvamos a la parábola.  En lo que había primeramente faltado el administrador fue precisamente en no haber sido fiel en su condición de tal, de administrador de bienes ajenos y no de propietario. Administrar, según la raíz etimológica latina del término que usamos en español, viene de servir. Un administrador es uno que sirve, un trabajador dependiente que presta servicios a otro.

El “señor” de la parábola es Dios y el administrador puede compararse con todo hombre, a quien Dios confía su propia vida y los bienes del mundo para que les use no como dueño sino precisamente como administrador de algo ajeno que le es confiado y de lo que debe rendir cuentas. El administrador es pobre, no posee nada como propio.

Entre las virtudes del administrador se destaca la fidelidad a aquel a quien sirve. Nuestro “Señor” es Dios y no el dinero.

Y en esto todos debemos ser fieles, fieles y honestos en lo poco y en lo mucho, para ser dignos de la confianza de Dios. Sea Él quien nos enseñe a valorar adecuadamente y a bien usar lo que nos ha confiado. Y a compartirlo.


[i] Cf. Nota de la Biblia de Jerusalén a Lc. 16,8.